Um mundo de muros

EE.UU.

Las barreras que nos separan

Mientras prevalece el discurso de la seguridad y el número de inmigrantes disminuye, los que cruzan quieren ver a familiares y afirman no tener miedo

En la tierra de Trump

Al norte de la frontera, el pasado reconforta y el futuro intimida

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En los últimos tres años, María de Lourdes Mendoza se había acostumbrado a tener cronometrados los encuentros con su hijo Ramón, de 27 años. Primero, en la cárcel, después de que fue detenido con drogas en San Diego, California. Luego, en los tribunales, poco antes de ser deportado, en febrero pasado.

Un domingo, a fines de abril, la empleada doméstica tuvo la oportunidad de abrazar a su hijo una vez más. Fueron tres minutos durante los que permanecieron bajo la atenta mirada de los agentes de la Patrulla Fronteriza, que abrieron por un momento una puerta oxidada del cerco que separa Estados Unidos y México en el extremo oeste de la frontera y se adentra en el mar.

Entre lágrimas y ante algunos periodistas, María de Lourdes le dijo a Ramón que lo amaba y le pidió que se cuide. Él le respondió que no se preocupara más.

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Ese día, otras cinco familias pudieron tocarse más de lo que generalmente permiten las aberturas en el cerco que divide el Parque de la Amistad, entre San Diego y Tijuana.

El momento tiene lugar por lo menos una vez al año y es organizado por la ONG Ángeles de la Frontera, con el aval de la Patrulla Fronteriza, que verifica los antecedentes de las familias. Sólo inmigrantes registrados en Estados Unidos pueden participar.

"Abrazar a un hijo es algo que no tiene precio", dice María de Lourdes, de 50 años, tres días después de aquel momento, en la casa donde vive con su marido y sus hijas, de 30 y 19 años, en San Diego.

Emocionada, recuerda que la familia nunca se había separado antes de la deportación de Ramón, que ahora vive en Tijuana con primos y tíos. Hoy, madre e hijo están separados por un trayecto de 35 minutos en auto y una frontera.

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Sólo su hija menor, que nació en Estados Unidos, puede visitar a su hermano los fines de semana.

"Podíamos comer con él [mientras Ramón estaba detenido] durante una hora los fines de semana. Ahora puedo hablar por teléfono, saber que está bien, trabajando, eso me reconforta".

A pesar del sufrimiento por la distancia, los Mendoza no piensan en volver a México, como sí lo hacen miles de familias que quedaron separadas por la frontera. En la mayoría de los casos, las razones citadas para permanecer en Estados Unidos se resumen a la palabra "oportunidad": de trabajo y de vida.

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María de Lourdes y su marido estuvieron en situación ilegal por más de 20 años y hoy tienen una visa "U", para víctimas de actividades criminales. A pesar de permitir su estadía en Estados Unidos, el documento no les garantiza la entrada al país si cruzan la frontera.

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El abogado le dijo que la "green card", que le garantizaría la residencia permanente, va a tardar un año en llegar y la mujer espera que esa previsión sea cierta. María de Lourdes reza para que Donald Trump no dificulte el proceso.

"Dios va a ablandar el corazón de este señor para que pueda ver que los inmigrantes son personas trabajadoras".

A 1200 kilómetros de allí, en El Paso, Texas, Cecilia Martínez, de 44 años, dice que tiene menos fe y más miedo sobre el futuro.

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Mexicana, también empleada doméstica, vive en Estados Unidos desde hace 13 años sin documentos. Hace algunos meses buscó a un abogado para hacer una carta y cederle a sus padres, residentes permanentes, la custodia temporal de sus hijas Cecilia, de 13 años, y Esmeralda, de 8, en caso de que tanto ella como su marido terminen siendo deportados.

"Las niñas lloran, tienen miedo de que nos separen. Es muy doloroso. Quiero estar acá, quiero ser yo quien las eduque".

La pareja salió de Ciudad Juárez para huir de la violencia y buscar mejores empleos. Hoy dicen que sólo piensan en el futuro de sus hijas.

Desde febrero, cuando el Departamento de Seguridad Nacional expandió y aceleró la política de deportación, Cecilia evita salir a la calle y sólo maneja en caso de que sea extremadamente necesario (los controles policiales son un medio común para detener a inmigrantes sin documentos).

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"La actitud de los agentes de inmigración cambió, es más agresiva e intolerante. Sienten que pueden llegar en cualquier comunidad y, de la nada, comenzar a pedir documentos", afirma Fernando García, director de la Red Fronteriza por los Derechos Humanos. Fernando es mexicano y vive desde hace 25 años en El Paso.

Su ONG ha realizado simulaciones en casas de inmigrantes para enseñarles cómo deben reaccionar si un agente del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) llama a la puerta.

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"Sin una orden de allanamiento, ustedes tienen derecho a impedir que entren en sus casas y a permanecer callados. También pueden pedir un abogado y no están obligados a firmar sus deportaciones", explicaba Margarita Arvizu, una de las voluntarias de la red, a 14 inmigrantes, en una tarde de abril.

El número de deportaciones por mes, desde que asumió Trump, es inferior a los tres últimos meses de 2016, cuando Barack Obama estaba en el poder. En mayo, fueron 14.786, el promedio mensual más bajo desde 2003, cuando George W. Bush era el presidente de Estados Unidos. Obama batió el récord anual, con 410.000 deportaciones en 2012 (34.000 por mes).

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En los últimos 20 años, la ama de casa Rocío Orozco, de 42 años, decidió no arriesgarse. Durante ese período, vivió separada de su marido: ella en Mexicali, México, y él en Calexico, California.

Rocío veía a Alfredo y a sus hijos James, de 20 años, y Melanie, de 17, nacidos en Estados Unidos, los fines de semana, cuando cruzaban al lado mexicano.

Recién en septiembre, cuando obtuvo su "green card", se reunió con su familia. Viviendo a metros de la barrera de acero que separa las ciudades simbióticas, hoy Rocío ve a México desde la ventana. Le encanta escuchar a los mariachis que tocan en el restaurante ubicado en la calle cerca del vallado.

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Desde la ventana, Rocío también ve, casi a diario, a los inmigrantes que se acercan a la cerca de 5,5 metros con una escalera improvisada y saltan hacia Calexico, pero son atrapados por la patrulla antes de lograr escapar.

"Cuando veo a las personas que son detenidas por la inmigración me da tristeza porque sé que ellos quieren una oportunidad, pero no lo hacen de la manera correcta. Muchos no tienen la oportunidad de hacerlo".

La caída expresiva en el número de detenidos desde el inicio del gobierno de Trump sugiere que son menos las personas que están intentando entrar de forma ilegal a Estados Unidos. Los 52.347 detenidos por la Patrulla Fronteriza entre marzo y mayo son casi un tercio de los 150.061 que trataron pasar del otro lado de la frontera durante el mismo período de 2016.

Rocío dice que no puede imaginarse qué será de las poblaciones de las dos ciudades si el cerco, construido en 1999 para reemplazar una barrera hecha de alambre, es sustituido por un muro cerrado.

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Trump prometió construir un muro a lo largo de la frontera, aunque sin dar detalles de la forma ni de cómo hará donde hay ríos o montañas.

Actualmente, 1046 kilómetros del total de 3200 kilómetros que tiene la frontera entre Estados Unidos y México ya tienen algún tipo de barrera.

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"Sería casi un Muro de Berlín, porque no podríamos vernos. Hoy las familias tienen oportunidad de saludarse, aunque sea de lejos".

Tampoco se sabe si el Congreso americano aprobará el monto de US$ 1600 millones para iniciar la construcción del muro. Durante este año, empresas interesadas en el proyecto pueden comenzar a construir prototipos cerca de San Diego.

Hay barreras que dividen centros urbanos, con altas columnas de acero, entre las cuales es posible pasar las manos y, a veces, los antebrazos. Agentes de la Patrulla Fronteriza siguen de cerca la interacción.

En San Diego, hay un cerco doble en 20 de los 74 kilómetros donde hay alguna construcción.

"La segunda cerca nos da tiempo. Si la persona salta la primera, va a necesitar cortar [el alambre] o saltar la segunda", explica Eduardo Olmos, jefe de comunicación de la patrulla de San Diego, mientras observa, desde arriba de una montaña, el movimiento en Tijuana, México.

Un poco más lejos de las ciudades, la barrera desaparece o da lugar a cercos más espaciados, donde hay botellas de agua y paquetes de galletas vacíos que dejan en evidencia las rutas de entrada de los inmigrantes ilegales.

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En Tornillo, a 60 kilómetros de El Paso, hay unos 15 kilómetros sin cerca. "Creo que se quedaron sin dinero", dice Jim Ed Miller, de 68 años, dueño de haciendas de algodón, cuyos límites se confunden con la frontera.

Con un arma en la cintura, el vecino que se identifica como Andy se queja de que la región es menos segura por no tener la barrera. "Ya trataron de robar mis máquinas, por eso estoy armado, y tengo que cuidar a mi madre", dice, rodeado por sus perros, que roznan ante el menor movimiento.

Durante casi una hora, Folha no vio a ningún agente de la Patrulla Fronteriza, en un punto donde la pequeña valla y algunos arbustos son los únicos obstáculos para quien quiere cruzar. Desde allí, muchos inmigrantes siguen por un camino de tierra, por no más de diez minutos, hasta una ruta estatal donde, muchas veces, son recogidos por coyotes.

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Ante las críticas, la patrulla responsable por el sector dijo que usa diferentes métodos de vigilancia y señala haber visto una "reducción significativa" de la actividad ilegal en la región.

En 2016, el número total de detenidos en El Paso fue el más alto desde 2008: 25.634. En las últimas tres décadas, la región pasó del segundo al quinto puesto en flujo de inmigrantes.

En San Diego, campeona en detenciones en los años 70, 80 y 90, la actuación de los coyotes cayó con la construcción de la segunda cerca y la implementación de sistemas tecnológicos de vigilancia. De esta manera, el valle del Río Grande, en el extremo sur de Texas, se transformó en la ruta principal: los inmigrantes detenidos fueron 187.000 en 2016, o un 46% del total.

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El mexicano Joel Olivas, de 28 años, fue una de las 63.397 personas capturadas por la Patrulla Fronteriza en la región de Tucson, Arizona, en 2015. Cruzó la frontera con otros cinco inmigrantes, todos cargando drogas.

Folha lo encontró un día después de haber dejado la prisión donde cumplió una pena de dos años por tráfico de drogas en Nogales, México, en la frontera con la ciudad homónima en Arizona, desde que la guerra de 1846 entre Estados Unidos y México las dividió.

"Hay veces en las que uno necesita arriesgar para mejorar la vida de la familia, pero sabiendo que va a sacrificar muchas cosas. Yo sacrifiqué el hecho de ver crecer a mi hijo. Cuando me fui de casa, tenía ocho meses", dijo Joel, que trataba de volver a Tijuana, donde vive su mujer, Alejandra, e Isaac, de 2 años. "Mi hijo en ese momento no caminaba. Ahora imagino que va a correr a abrazarme".

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Joel dice que "hizo algo malo" y afirma que no trataría de entrar otra vez con drogas. "Pero, en ese momento, quería dinero rápido. Y para mucha gente funciona. No tuve suerte, ¿qué voy a hacer?".

Recuerda la desesperación al ver que no lograba levantar la bolsa con cerca de 50 kilos, entre la marihuana que recibió, US$ 1800 que tenía que llevar y algunas botellas de agua. Comenzó empujándola, después se la colocó en la espalda y terminó acostumbrándose, durante los cinco días de travesía.

"Cuando se terminó el agua, comencé a tomar cualquier agua de pozo, separando la suciedad. Si estaba muy sucia, sólo me mojaba la boca".

Durante el trayecto, se dio cuenta de que andar en grupo llamaba la atención. Cuando pasaba un avión, todos tenían que tratar de esconderse en medio de la vegetación y quedarse horas bajo el sol con 40°C.

Pero cruzar solo también era arriesgado. Sin señal de celular en la región, muchos pasan varios días perdidos. Cientos mueren por año. En 2016, fueron 322, 84 sólo en la región de Tucson, donde Joel cruzó.

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Algunos tienen la suerte de encontrar en el camino botellas de agua y víveres dejados por organizaciones como Water Stations, que mantiene 160 estaciones con seis galones de agua dentro de un tambor de plástico, señalizadas con una bandera roja y azul que puede ser vista desde lejos.

El reabastecimiento es realizado cada 15 días por John Hunter, fundador de la ONG, su mujer, Laura, y diez voluntarios. Además, tienen un trabajo extra: recuperar las estaciones destruidas por aquellos que se oponen a este tipo de ayuda.

"Es una maldad muy grande destruir las estaciones de agua", se lamenta Laura. "Para nosotros, no es una cuestión de inmigración. Es una cuestión de vivir o morir".

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