Um mundo de muros

méxico

Las barreras que nos separan

La sombra de la barrera que comenzó a ser erguida en los años 90 se proyecta sobre el debate migratorio y preocupa a los que cruzan; ya empieza a sentirse el endurecimiento de las políticas

Al sur de la frontera

Expectativa y resentimiento atormentan a los que son dejados atrás

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El muro que Donald Trump prometió construir durante la campaña política todavía no salió del papel, pero los mexicanos están obligados a convivir, desde hace décadas, con las barreras levantadas por Barack Obama, George W. Bush y Bill Clinton.

La separación física del vecino pobre del Sur ha sido una política de Estado desde que Clinton mandó colocar los primeros tramos del cerco, en 1993, reaprovechando algunas sobras de piezas metálicas traídas de la Guerra del Golfo. Ya son 1046 kilómetros de una barrera que separa a los dos países, incluyendo el vallado de 4,6 metros levantado por Obama, demócrata al igual que Clinton.

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El muro va creciendo a medida que se aproxima a las regiones más pobladas y separa ciudades como las dos Nogales, la mexicana y la norteamericana. La cerca disminuye en altura o desaparece en las áreas más inhóspitas. Allí, caminatas que duran días a lo largo de la barrera natural formada por el desierto dejan muertes a diario.

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El muro no es sólo físico. Los mexicanos también se quejan del endurecimiento de la vigilancia y de las leyes migratorias, sobre todo después del ataque del 11 de Septiembre de 2001. La promesa de Trump de tener una postura más rígida respecto de los inmigrantes ilegales es más una cuestión de intensidad que un cambio de rumbo.

"Trump nos asusta y genera incertidumbre, pero tenemos que recordar que Obama también fue un presidente muy cruel e insensible con los inmigrantes. Hizo las 'redadas' [grandes operaciones de captura de inmigrantes ilegales], las deportaciones en masa, las separaciones de familias, los centros de detención. Fue él quien hizo este muro y quien más inmigrantes deportó en la historia de Estados Unidos. Nunca dijo nada, pero hizo mucho", afirma el padre Javier Calvillo, de 47 años, director de la Casa del Migrante de Ciudad Juárez, su ciudad natal.

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"Mi miedo más grande es el muro que Trump puede llegar a construir en las mentes y en los corazones de los americanos y hasta de los mexicanos que viven en Estados Unidos. Ese es el muro más peligroso: de ahí deriva el racismo, el apuntar con el dedo. En El Paso, las personas tienen miedo de ir a la escuela, a trabajar. El ambiente es de pánico y terror", completa.

Ya durante el gobierno de Trump, el muro de Obama sigue avanzando en la región de Ciudad Juárez, para reemplazar una antigua cerca baja, fácilmente traspasable. Las obras se están llevando adelante ahora en Puerto de Anapra, barrio de calles de tierra y casas sin terminar, que está a unos 30 minutos del centro de Juárez, ciudad de cerca de 1,5 millones de habitantes.

Juárez ya fue considerada la ciudad más violenta del mundo debido a las disputas territoriales entre carteles del narcotráfico.

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Anapra está habitado principalmente por empleados de las "maquiladoras" (grandes fábricas), la mayor parte de ellas norteamericanas, que se instalan en territorio mexicano en busca de mano de obra barata. Solamente en Juárez, estas empresas dan trabajo a cerca de 300.000 operarios.

El ritmo de construcción es rápido. Cada 30 minutos, una nueva chapa de 1,5 metros de extensión, que formará parte de un gran muro, es levantada por una grúa, colocada en la base de hormigón y soldada con otra chapa por operarios, en su mayoría mexicanos.

"No me gusta trabajar aquí, pero tengo que alimentar a mi familia", dice uno de los trabajadores, que se identificó como Marcos y trabaja para una proveedora de cemento. Explica que sus padres viven en Juárez, pero que visitarlos se hace cada vez más difícil por la rigidez de los controles. Suele demorar dos horas para cruzar el puente fronterizo.

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Los restos de los materiales de construcción se transforman en una fuente de ingresos extra para los habitantes. Mientras carga un largo pedazo de caño de acero en uno de sus hombros, la operaria Fabiola Vellez, de 31 años, dice que la pieza vale 50 pesos mexicanos (US$ 2,80).

Se trata de un pequeño refuerzo en su salario de 1000 pesos mexicanos (US$ 56) que recibe por semana por trabajar en una fábrica de cables para automóviles. A pocos metros, en Texas, el salario mínimo semanal es de US$ 290, cinco veces más de lo que Vellez gana.

Pese a que tiene una fuente de ingreso extra, la operaria no está feliz: "En diciembre, 'la migra' (Patrulla Fronteriza de Estados Unidos) lanzó juguetes por arriba del cerco. Con el muro, esto ya no será más posible", lamenta.

El muro también atrae a niños, que piden dólares y dulces a través del cerco. Más arriesgado, un adolescente le mostró a Folha que lograba escalar hasta la cima en pocos segundos, para enojo de un operario, que prometió que iba a llamar a la madre y recibió como respuesta una catarata de groserías en español.

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El muro venció a José Héctor Nevarez, de 33 años. Detenido y deportado por primera vez en 2010, durante el gobierno de Obama, trató de volver a Estados Unidos dos veces y fue capturado por la Patrulla Fronteriza.

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Resignado, decidió volver con su familia a México, lugar que Héctor dejó cuando tenía 15 años. Se trasladó con su mujer, Gabriela, de 32 años, y los hijos Emiliano, de 12 años, y Azul, de 7.

El muro impuso una división familiar. Se trata de un drama que se repite cada vez con más frecuencia, los padres son mexicanos pero los hijos poseen ciudadanía norteamericana por haber nacido en Estados Unidos.

Para ellos y para cientos de familias de deportados, la solución fue irse a vivir al pueblo de Puerto Palomas, a 157 kilómetros al oeste de Juárez. Todos los días, mientras los padres trabajan del lado mexicano, los hijos cruzan la frontera para ir a las escuelas norteamericanas de Nuevo México.

"Estados Unidos es su país. En su momento, van a tener un empleo, una vida social allí", dice Héctor, que en Estados Unidos trabajó en el área de la construcción civil y como chofer. "Queremos que hagan su vida allá. Y, obviamente, si tuviéramos la oportunidad de visitarlos, muy bien, pero vivir allí no podemos".

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El día de la familia empieza a las 6 de la mañana, cuando la temperatura del lugar es de un dígito. Primero, Héctor lleva a Emiliano hasta el puesto fronterizo. Junto a su hijo, camina algunos metros por territorio americano hasta la entrada del puesto de control migratorio. "Si quieren, pueden detenerme aquí donde estamos".

Junto a otros padres que fueron deportados, Héctor observa a Emiliano entrar en uno de los cinco ómnibus amarillos que están estacionados en fila del otro lado de la aduana. Una hora más tarde, repite la misma rutina con Azul.

Cuando los niños salen de la escuela, es el turno de Gabriela de buscar a sus hijos. Los espera a la salida del puesto de control mexicano, donde las mochilas son sometidas a un control por escáner.

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El muro tiene sus peligros. La pareja se toma el trabajo de llevar a sus hijos personalmente hasta la entrada del puesto fronterizo por un motivo: evitar que los niños sean usados por narcotraficantes para escapar de la vigilancia americana.

"Lamentablemente, vivimos en un país donde existe todo tipo de criminalidad. Hay casos de niños usados como mulas y detenidos por la inmigración. Estamos siempre atentos para que no lleven nada más que el material escolar en sus mochilas".

El muro también genera dinero. Héctor trabaja en el tradicional restaurante Pink, ubicado a pocos pasos de la frontera, que es muy popular entre los norteamericanos que cruzan a Palomas en busca de dentistas y oculistas mexicanos, que cobran una fracción de lo que pagarían en Estados Unidos.

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En casa, Gabriela complementa su ingreso bañando perros. Los clientes son americanos que entregan y buscan a los animales en los pocos metros de zona neutral entre los dos puestos fronterizos.

El muro crea rutinas extrañas: en los cinco años que llevan en Palomas, la pareja nunca fue a la escuela de sus hijos. Vieron la ceremonia de graduación de la escuela primaria de Emiliano por Skype y por este mismo medio conversan con los profesores. "Pero sentimos que tenemos mucha suerte, [estudiar en Estados Unidos] es un privilegio que no todos pueden tener", dice Héctor.

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Héctor tiene dudas sobre Trump. "Está diciendo lo que la gente quiere escuchar Está diciendo que va a hacer un muro enorme, bonito, grandioso, pero eso no va a suceder. Es sólo un charlatán".

A 680 kilómetros al oeste de Juárez, Caborca es la última parada para varios centroamericanos que se arriesgan a adentrarse en el desierto, donde todavía no hay muro. Allí, casi todos los días, decenas bajan de la "Bestia", nombre con el bautizaron a los trenes que atraviesan México y son usados por los inmigrantes para acercarse a la frontera, en un viaje clandestino y peligroso.

Una Casa del Migrante, vecina a la estación de tren, abrigaba a 57 inmigrantes a mediados de abril, la gran parte de ellos llegados desde Honduras. En el grupo, donde la mayoría eran hombres, muchos ya habían sido deportados, pero prefieren arriesgarse otra vez en el país de Trump que vivir en los pobres y violentos países centroamericanos, sobre todo en Honduras, El Salvador y Guatemala.

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Al contrario de la Casa del Migrante de Juárez, las instalaciones son precarias. La mayoría duerme del lado de afuera de la casa, sobre alfombras y bajo un techo de lona, a pesar del frío de la madrugada en el desierto. La basura acumulada se huele en el aire.

Los relatos revelan un viaje peligroso. Un hombre cuenta que fue obligado a beber su propia orina durante una caminata que duró cinco días, que finalmente no tuvo éxito. Otro tuvo que volver después de haber contraído una infección provocada por picaduras de garrapatas.

Cruzar el muro de forma ilegal es caro y peligroso. Los coyotes cobran dos precios. Son cerca de US$ 8000 por persona, pero el valor puede caer hasta la mitad si el inmigrante lleva una mochila con drogas hasta Estados Unidos.

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Uno de los pocos que se aventuraba por primera vez, el salvadoreño Emir (nombre ficticio), de 30 años, tardó 45 días en llegar a Caborca. Dice que viajó en 15 trenes. "Fue difícil, hay situaciones que no voy a olvidar nunca. Conocí a una niña que perdió una pierna mientras subía a un tren".

A la espera del momento adecuado para arriesgarse a iniciar el viaje por el desierto, Emir no le tiene miedo a la línea dura de Trump: "No existe un presidente de Estados Unidos que no haya deportado personas".

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El muro tiene algunas partes que están abiertas. La lógica es parecida a la de una visita en la prisión: todos los días, alguna familia se reúne en el enrejado que montó la gestión Obama y que separa la Nogales mexicana de la Nogales americana. Intercambian comida, regalos, noticias, conversan, cantan y tratan de tocarse.

Parada sobre el terreno inclinado, de tierra, la empleada doméstica Aída Laurean, de 47 años, que está del lado mexicano, pasó desde las 11.30 hasta las 18.30 junto a su hija Sofía, que estaba en territorio americano.

Se separaron cuando Aída no quiso perderse el funeral de su madre, en México, incluso sabiendo que no iba a lograr volver a Estados Unidos.

Llegó a tiempo para el entierro, pero se quedó sin ver a su hija por siete años.

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El muro asusta. Sofía, que es telemarketer, sólo se arriesgó a pasar cerca después de que comenzó los trámites para el documento de residencia, al que tiene derecho por haberse casado hace poco con un mexicano-americano. Pero sólo podrá salir de Estados Unidos cuando tenga su documento listo.

Sobre Trump, Aída bromea: "El comentario es que quiere hacer un muro nuevo. Bien bajo para que yo pueda saltarlo".

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