Orelha tiene 22 años y varias marcas en el brazo. Cogió un fusil por primera vez a los 13 años. Desde entonces ha comandado algunos puntos de venta en Río de Janeiro y hoy es uno de los que lidera la operación en parte de una favela de la capital carioca.
Es una comunidad como tantas otras, con un bullicioso centro comercial que se recuerda mucho a un pueblo. Vehículos anuncian promociones por altavoces, los motociclistas viajan sin casco y las personas se saludan en el camino de ida y de vuelta del trabajo.
Más arriba, en las azoteas y ventanas de edificios improvisados de tres y cuatro plantas, niños con armas en la cintura intercambian información por walkie-talkie sobre todo lo que sucede a pie de calle. Viven anticipándose a los ataques de un grupo rival o las redadas policiales. Se definen a sí mismos como delincuentes.
Cuando llega el equipo del periódico y se identifica, envían mensajes y autorizan la subida. Orelha y Perverso, de 26 años, reciben al equipo en una habitación. Sus cuerpos están marcados por tatuajes. Explican que son parte de la cadena del narcotráfico en la zona. Otras personas son testigos de la conversación.
Están armados y llevan granadas, pero no actúan de forma hostil. Aceptan posar para las fotos, con el rostro cubierto por camisetas. Dicen que podemos preguntar lo que queramos, siempre y cuando no quede registrado en el texto de qué barrio son, y no revelen sus verdaderos nombres.
“Me metí en el mundo del crimen porque toda mi familia estaba involucrada, primos, hermano. No tenía en qué otra cosa reflejarme”, dice Perverso.
Orelha dice que empezó por dinero y que hoy en día le gusta ser narcotraficante. “Ya conseguí mucho dinero y no he salido hasta ahora. Eso es que me gusta vivir así, ?sabes? Te puedes negar, pero de esta manera, muchos nos respetan. Y estamos ahí para que nadie nos oprima, ?sabes?”
Los dos traficantes dicen que ya han sido detenidos por asesinato y están prófugos. Forman parte de una facción criminal, con tentáculos en todo el país, cuya principal fuente de ingresos es el narcotráfico.
Dicen que la venta de sustancias ilícitas no terminará, sean cuales sean los intentos de la policía. “Uno muere, otro nace”, dice Orelha, quien asegura que ellos no son la causa de la violencia: “Si ellos [policías] no vienen aquí, no iremos a por ellos. Pero si lo hacen, habrá tiroteos”.
Los agujeros en las paredes de los callejones de la comunidad confirman la amenaza. Las estadísticas también. Río de Janeiro es un estado violento, con una tasa de 37,6 homicidios por cada 100 mil habitantes, superior a la media nacional de 31,6.
Es el resultado de una disputa entre las facciones criminales que luchan entre sí por el control de territorios y mercados y con la Policía Civil y Militar, responsable de un tercio de los homicidios en la ciudad, según datos oficiales.
Río es una especie de microcosmos de la violencia nacional y un símbolo del fracaso del Estado brasileño a la hora de lidiar con las drogas ilícitas priorizando el enfrentamiento masivo y el encarcelamiento.
Como celebración de los primeros 100 días de su gobierno, el presidente Jair Bolsonaro lanzó la nueva Política Nacional de Drogas con el entonces ministro de Justicia y Seguridad Pública, Sergio Moro. A pesar de involucrar también a los ministerios de Sanidad, Ciudadanía y Familia, el enfoque del texto es el combate al crimen organizado y las acciones represivas para reducir la oferta de sustancias ilícitas.
El texto dice que considera la opinión mayoritaria de la población brasileña con respecto a la legalización de las drogas. De hecho, una encuesta de Datafolha de 2018 muestra que dos de cada tres brasileños dicen estar en contra de la legalización de la marihuana en el país.
La política también destaca la venta de bienes incautados al narcotráfico (cuyas subastas superaron los R$ 92 millones –US$ 16 millones– en el primer semestre de este año) y acciones de inteligencia con resultados elogiados por expertos, como la operación Caixa Forte, lanzada a fines de agosto con más de 400 órdenes de aprehensión para desmantelar el brazo financiero del PCC y bloquear más de R$ 250 millones (US$ 44 millones), o la operación Rey del Crimen, a fines de septiembre, que bloqueó R$ 730 millones (US$ 129 millones) de la facción.
El Gobierno Federal ha trabajado en sentido contrario a las propuestas de flexibilidad. A principios de septiembre, el ministro de Justicia, André Mendonça, envió a los diputados una moción para repudiar el proyecto de ley 399/2015, que propone legalizar el cultivo de cannabis en Brasil para uso médico e industrial.
La carta destaca los efectos nocivos del consumo crónico de marihuana y dice que el consumo de drogas acarrea graves problemas de salud pública con impactos en el círculo familiar y social. Finalmente, afirma que ha habido un aumento del uso del cannabis en países que han relajado el control.
No es así. Estudios de la epidemióloga psiquiátrica brasileña Sílvia Saboia Martins, de la Universidad de Columbia (EE UU), muestran que no se produjeron cambios significativos en el consumo de marihuana por parte de adolescentes en los estados de EE UU donde se autoriza para consumo médico.
Su estudio se basa en la detallada Encuesta Nacional sobre el Uso de Drogas y la Salud en los Estados Unidos (NSDUH) y concluye que, incluso cuando se lanzó el uso recreativo, experimentó un ligero aumento del consumo solo después de los 21 años; entre los adolescentes varones, incluso se reveló una disminución.
El profesor de la Universidad de São Paulo, Leandro Piquet Carneiro, especialista en políticas públicas, dice que hay dos cosas positivas en la forma cómo Brasil trata el asunto de las drogas: un sector activo de salud pública para tratar a los drogodependientes y el hecho de que la legislación es indulgente con los consumidores.
Para Piquet, mientras vivamos en un régimen de prohibición de las drogas, hay pocas alternativas a la respuesta por medio de la seguridad pública.
“Vivimos en una región productora de cocaína, al lado de tres países productores [Colombia, Bolivia y Perú]. Esto tiene impacto en la disponibilidad de la droga, aquí, con el crack, con la propagación de los centros de consumo en todo el país, que tiene un efecto criminógeno muy fuerte. También hay una disputa por los puntos de venta. El sistema de prohibición internacional obliga a los países a tener una respuesta por medio de la seguridad pública”, dice.
El delegado Orlando Zaccone, que estudió el tráfico en su tesis de maestría y es autor del libro “Accionistas de nada - Quiénes son narcotraficantes”, defiende la legalización de las drogas porque, en sus palabras, el tráfico es un delito sin víctimas.
“El consumidor no es una víctima, porque incluso está criminalizado. La salud pública está siendo más dañada con la prohibición”, dice. “No hay nada que ofenda más a la salud pública que una guerra”.
La peluquera Raquel Sabino, de 24 años, perdió a su padre, Sebastião Sabino da Silva, en un enfrentamiento que duró más de una semana en Jacarezinho, en el norte de Río, en 2017. El comerciante de Paraíba se mudó a Río para mantener a los 13 hermanos tras perder al padre. Empezó con un puesto de papas fritas, compró otro de maíz y amplió el negocio hasta adquirir una licorería, cuando ya tenía siete hijos.
En 2017, durante una operación policial, se puso nervioso por la desaparición de su hija menor, entonces de 13 años, y fue a buscarla. En la calle, la policía le disparó tres veces: en el cuello, en la boca y en el corazón.
“Era tan fuerte que aún logró llegar a la acera y pedir rescate. Estuvo agonizando durante unos 40 minutos, y la policía dijo que no iban a dejar socorrerlo porque era un traficante de drogas [según la versión policial]. Mi padre tuvo que ser cargado encima de una puerta”, dice Raquel.
Desde entonces sufre síndrome de pánico y dice que se mete bajo las sábanas cada vez que hay redadas. “Estoy luchando mucho para poder salir de aquí. Es horrible. Cualquier pequeño ruido me asusta, me agacho”.
Jacarezinho es una comunidad del norte de Río que está más cerrada que otras favelas donde hoy en día incluso los turistas son bien recibidos, como Rocinha y Vidigal, en el sur.
En Jacarezinho, controlado por Comando Vermelho, el periódico fue provocada por un grupo de muchachos armados nada más entrar, cerca de las vías del tren de la que se sacaron parte de los raíles para hacer una barricada en la calle contigua y evitar el paso de los coches de la policía. Los transeúntes llevan pistolas y rifles por las calles.
La incautación de armas del narcotráfico es una de las justificaciones de las operaciones policiales en estas comunidades. Con la pandemia de Covid-19, sin embargo, fueron limitadas por el Tribunal Supremo Federal, que ahora requiere justificación de la policía y comunicación al Ministerio Público como condición previa para llevar a cabo las incursiones.
En un comunicado al STF, el gobierno de Río criticó la medida, que dijo crea “una zona de protección para las organizaciones criminales de narcotraficantes y paramilitares, lo que se traducirá, en unos meses, en un aumento récord de los indicadores de criminalidad”.
El guardia jurado Airã de Oliveira, de 29 años, que vive en Jacarezinho desde que nació, no niega que el crimen es violento. “Desafortunadamente, crecimos así”, dice. Bromea con la los periodistas cuando pasa por una carnicería con pollos vivos en la puerta. “Ni siquiera me gusta ver cómo matan animales. Para lo que yo he visto, es gracioso, ?no? Cuando era niño, incluso vi un partido de fútbol con una cabeza humana”.
Oliveira dice que perdió 21 amigos con los que creció, asesinados por el tráfico o la policía. También perdió a su padre, quien estuvo metido en el crimen y fue asesinado por cómplices. “Yo no quería esa vida”.
Sin embargo, con la policía la relación es diferente. Hace dos años, un primo recibió un disparo en el cuello en su casa, un policía le disparó al confundirlo con un narcotraficante y quedó parapléjico. “No puedo explicar por qué están tan enojados con nosotros. Los vecinos no tenemos nada que ver con esta guerra, no es culpa nuestra”.
“Salimos de la favela y ya estamos acorralados, tenemos que abrir los brazos, abrir las piernas para que nos registren. Esa sensación de miedo, de hacer un mal movimiento, de recibir un disparo”, dice. “Un negro metro y 90…”
Los negros son el 75% de las víctimas de homicidio en el país, según el Atlas de la Violencia 2020, a pesar de representar el 56% de la población. Se enfrentan a un riesgo 2,7 veces mayor de ser asesinados que las personas que no son negras.
Con 750.000 personas encarceladas, según datos del año pasado del Departamento Nacional Penitenciario, Brasil tiene la tercera población reclusa más grande del mundo en números absolutos, por detrás de Estados Unidos (2,1 millones) y China (1,7 millones). En Brasil, hay más de 350 presos por cada 100 mil brasileños, un total que ha crecido rápidamente en el último siglo.
La explicación más aceptada del fenómeno es la actual Ley de Drogas de 2006, que paradójicamente trató de reducir el encarcelamiento de los usuarios imponiendo penas alternativas. Pero el texto no define una cantidad objetiva de droga para clasificar a alguien como traficante, dando margen para que los consumidores sean condenados por tráfico.
Un recurso de la Defensoría Pública de São Paulo pide que se considere inconstitucional la penalización de la tenencia de drogas para consumo personal. Comenzó a ser analizado en 2015 y el magistrado Alexandre de Moraes lo admitió a trámite en 2018, pero hasta el día de hoy no se ha incluido en la agenda del Tribunal Supremo.
El narcotráfico es el segundo delito con mayor incidencia en las cárceles, correspondiente a una de cada cinco prisiones. Entre las mujeres, este índice alcanza el 51%. La mayoría son jóvenes (el 45% tiene hasta 29 años) y negros (el 67% de la población carcelaria). Actualmente, el 30% de los internos del país aún no ha sido juzgado.
“Los datos disponibles muestran que los presos no son los traficantes que se imponen tiránicamente en las comunidades mediante el uso de la fuerza, sino los comerciantes de la venta de sustancias ilícitas, que han sido detenidos sin armas, sin violencia y sin vínculo conocido con una facción”, explica el antropólogo y escritor Luiz Eduardo Soares.
Esto sucede, según él, porque la Policía Militar es presionada y entiende que debe encarcelar. Como no puede realizar investigaciones, responsabilidad de la Policía Civil, busca realizar detenciones en el acto, muchas de ellas por narcotráfico. “Tenemos un filtro selectivo de color, clase y territorio que es el de la detención en el acto”, dice.
Dentro de la cárcel, el interno tendrá que aliarse a un comando criminal para sobrevivir y le deberá lealtad cuando salga de prisión. “Estamos allanando una carrera criminal, contratando futuros violentos”.
Río de Janeiro cuenta hoy con cuatro de las principales bandas criminales. La más grande y conocida es el Comando Vermelho, pero también está el Terceiro Comando Puro y los Amigos dos Amigos, además de los grupos paramilitares, que también se dedican al narcotráfico.
Las bandas se denominan facciones carcelarias precisamente porque aparecen o se fortalecen dentro del sistema penitenciario, como es el caso del Primer Comando de la Capital de São Paulo. Las facciones tienen células en todo el país y asociaciones en el extranjero para la producción y transporte de drogas a nivel internacional.
Piquet Carneiro, de la USP, dice estar de acuerdo en que las cárceles fortalecen las facciones criminales. Pero, para él, el encarcelamiento tiene un importante efecto disuasorio, ya que provoca el temor de ser arrestado entre las personas que están pensando en delinquir, e incapacitar, por sacar a delincuentes de las calles.
Los habitantes de las favelas cuestionan las operaciones de la policía, pero no el tráfico. Para Maicon Almeida, de 32 años, vecino del Complexo do Alemão, no tiene sentido comparar el estado con el poder paralelo. “Yo no me quejo del narcotráfico porque aquí el tráfico prevalece, no se puede llegar y decir que no se puede hacer esto o aquello. Del Estado yo puedo y debo exigir”.
El Complexo do Alemão, donde vive Almeida, se convirtió en símbolo del éxito y, posteriormente, del fracaso de la política de lucha contra el narcotráfico en Río de Janeiro. Hace diez años, después de una semana de ataques, las fuerzas estatales y nacionales ocuparon la favela, arrestaron a los traficantes y colocaron una bandera nacional en la cima del cerro.
“Miré hacia un lado, vi a los narcos. En la televisión, la policía, llegando. Y tú en medio”, dice Almeida, que ya fue testigo de varias operaciones policiales. Lo primero que recuerda fue en 1992, cuando los militares ocuparon la favela para garantizar la seguridad de las autoridades que asistieron a la conferencia Eco-92. En ese momento, incluso exigieron papeles de trabajo a los residentes que querían atravesar el control.
“No es efectivo. Si lo fuera, se acabaría [la delincuencia]. Nunca ha cambiado, y no será así cómo cambiará”, dice. “Tenemos que acabar con el narcotráfico. Mire aquí, ?dónde hay una plantación de marihuana aquí? ?Cómo llega una pistola? Criminalizan este lugar, dicen que todo el mundo aquí es un matón o un amigo de delincuente o pariente de uno. Para la gran parte de la población todos aquí cooperan con el tráfico. Pero nadie aquí lo consiente”.
La diferencia de trato quedó todavía más evidente cuando Almeida estudiaba en Botafogo, en el sur. Los colegas fumaban marihuana cerca de la policía sin ningún problema, sin que nadie se acercara.
El inspector Zaccone, cuando trabajaba en Jacarepaguá, en el lado oeste de la ciudad, registró cuatro detenciones en el acto por tráfico de drogas. El territorio de su comisaría incluía barrios de favelas como Cidade de Deus.
“Me trasladaron a Barra da Tijuca, una zona privilegiada, y pasé hasta seis meses sin pillar a nadie. Miraba los informes policiales y pensaba que no había tráfico de drogas en Barra. Por supuesto, eso no es cierto”, dice.
“Lo que hay son políticas de criminalización y medidas de seguridad diferenciadas”, dice el policía. Si el objetivo de la represión policial es reducir el consumo y la circulación de drogas y proteger la salud pública, la política en el país ha fracasado, dice el inspector.
“El espacio de los pobres y los pobres son considerados todo el tiempo como algo peligroso. Lo que da legitimidad a este control violento de las favelas de Río y las periferias de Brasil es la prohibición de las drogas. Desde este aspecto, se podría decir que la prohibición tiene resultados positivos por mantener este orden desigual en nuestro país”.
Brendo Oliveira, de 16 años, negro y residente del Complexo do Alemão, sabe de qué trata todo esto. “La vida aquí es muy difícil, por los tiroteos. Estamos aquí, tranquilos, los niños juegan, hay un tiroteo, le dan un balazo a un vecino y ni siquiera sabes de dónde viene”, dice.
Oliveira perdió a su padre y a un tío, traficantes de drogas, que murieron en tiroteos, pero está seguro de que no quiere esa vida. “Es la muerte o la cárcel. Soy totalmente diferente a mi padre. Mi vida es diferente, judo, jiu-jitsu, fútbol, arte, fotografía”.
El joven vive cerca de la Unidad de Policía Pacificadora (UPP) de Fazendinha, un edificio con agujeros de bala en los cristales y placas de hierro para contener los proyectiles. La instalación está en la cima de una colina, al lado de una estación de teleférico cerrada.
Cuando se creó en 2012, la UPP se encontraba en una zona vibrante, abarrotada de turistas que usaban el teleférico y llenaban los bares y la feria de artesanía local. En la estación había un centro de salud familiar y proyectos sociales, como clases de judo para niños en las que Brendo comenzó a practicar artes marciales.
El cierre del teleférico en 2016 redujo el movimiento, y las actividades terminaron gradualmente, hasta que la estación fue ocupada por la policía y cerrada al público. La unidad se transformó en cualquier cosa menos pacificadora, dice Laureana Sousa, de 34 años, más conocida como Mineira.
Dueña de un bar detrás de la UPP, señala la tensa relación de la corporación con los vecinos de la región: “Sin la policía aquí, los vecinos conocen las reglas de la comunidad, lo que se puede y lo que no, cada uno hace su parte y no hay violencia. Vives una vida tranquila, porque un delincuente no toca la puerta del vecino. Ahora, entra la policía, invade, se mete en casa, humilla a una madre de familia”.
“Nuestros gobernadores, hoy, quieren cancelar CPF (liquidar), sin importar quién es. Para ellos, nuestros niños, dentro de la comunidad, ya son semillas del mal. El niño está creciendo para convertirse en un delincuente, por lo que cualquier cosa que maten dentro de la comunidad se celebra”, dice.
La represión del narcotráfico acaba concentrada en el último eslabón de la cadena, dice el inspector Zaccone, en el minorista, donde la ganancia es menor, y no en la producción de la droga ilícita. “El efecto de esto es que este mercado sigue siendo económicamente fuerte, y tenemos una inmensa cantidad de jóvenes negros pobres encarcelados y asesinados en acciones policiales”.
En la ciudad de Río de Janeiro, la policía mató el año pasado a 726 personas, el 38% de los 1.913 habitantes que murieron de manera violenta en la capital carioca.
El gobierno del estado de Río de Janeiro no concedió una entrevista para este reportaje, pero envió una nota indicando que el 81% de las 1.413 favelas del Estado sufren la acción de grupos vinculados al narcotráfico y el 19% sufren la de paramilitares.
El gobierno estima que habría alrededor de 40 delincuentes en cada una de estas favelas, con un estimado de 56.620 criminales en libertad que portan armas de fuego de gran calibre y se dedican al tráfico de drogas o trabajan para grupos de paramilitares en todo el Estado.
“Es dentro de esta realidad que se llevan a cabo los operativos que realiza la Policía Civil y Militar, cuyo principal objetivo es localizar a los delincuentes y decomisar armas y drogas”, reza la nota. “Estas acciones están guiadas por información del departamento de inteligencia y siguen estrictos protocolos de ejecución, siempre con la preocupación de preservar vidas”. El Estado dice que el número de homicidios en el último mes de agosto fue el más bajo desde 1991, así como el consolidado de 2019.
Las propias cifras del gobierno muestran que entre junio -después de la prohibición del STF de operaciones violentas en comunidades sin justificación previa- y los datos disponibles de agosto pasado), [798 personas fueron asesinadas en el Estado, frente a 1.001 en el mismo período del año pasado]. Una reducción del 20%, que ayudó a frenar la tendencia al alza de la letalidad policial en medio de una pandemia.