El sub sheriff Steve Singleton sale de su coche, se pone el sombrero y llama a la puerta de un piso localizado en una planta baja junto a un bar en el condado de Clermont, Ohio. Es una tarde de febrero de 2020, antes de la pandemia del coronavirus. Hace 0°C y llueve, pero el hombre que abre la puerta, alto, rubio y fornido, sale a hablar con él sin camisa. Singleton no pone la mano en la pistola que tiene en la cintura; no busca ni anuncia el arresto del hombre; ni siquiera entra en la vivienda.
Con voz tranquila, se presenta y pregunta si Kristy Mudd y Bryan Taylor, que esperan en el auto, pueden ir a hablar con él.
El hombre, que parece tener poco más de 20 años, había sido detenido por llevar metanfetamina encima unos días antes, había pagado la fianza y esperaba su sentencia en libertad.
Kristy y Bryan son unos extoxicómanos que forman parte del programa de asesoramiento por pareja del condado, en el que desempeñan un papel que es una combinación entre padrino de programas como Narcóticos Anónimos y el de un trabajador social. Dejaron de consumir drogas hace seis años y medio y ocho años, respectivamente, y hoy el gobierno local les paga para ayudar a las personas que buscan tratamiento por adicción a las drogas.
Una vez a la semana, van de casa en casa, visitando a personas que recientemente han sufrido una sobredosis, han sido detenidas por tenencia de drogas o cuyas familias pidieron ayuda. Es el llamado Equipo de Respuesta Rápida a opioides. Incluso después de la llegada del coronavirus a la región, las visitas continuaron: todos hablan con mascarilla y manteniendo la distancia social.
“Ya hemos estado en tu lugar y lo entendemos. Somos la prueba de que la recuperación es posible”, repiten al iniciar la conversación. Su misión es convencer a los ciudadanos de que busquen tratamiento por la adicción a sustancias ilegales: lo más común, opioides –oxi, heroína, fentanilo– o metanfetamina.
Nadie está obligado a someterse a un tratamiento y no tienen poder para internarlo sin consentimiento. El sub sheriff acompaña a la pareja para darle legitimidad a la visita y garantizar su seguridad. Sin embargo, según los tres, es raro que sean recibidos de forma agresiva.
El hombre del apartamento contiguo al bar niega haber abusado de las drogas y se niega a recibir tratamiento. Kristy y Bryan le dejan sus tarjetas –“puede llamar o enviar mensajes de texto en cualquier momento”, dice ella– y una bolsita con folletos sobre desintoxicación y con Narcan, un aerosol nasal que revierte las sobredosis de opioides.
El papel del Equipo de Respuesta Rápida de Clermont es testigo de cómo la actitud ante las drogas está cambiando en Estados Unidos, comenzando con el tratamiento por parte de la policía y el sistema judicial. Si durante décadas de guerra contra el crack la principal reacción del país fue el endurecimiento de las penas y el encarcelamiento, hoy en muchos lugares se prioriza la política del tratamiento a los acusados de tenencia de drogas o delitos derivados de la adicción.
“Nuestra prioridad es proteger la vida y la propiedad. Esto incluye ayudar a las personas a no destruirse a sí mismas”, dice Steve Leahy, sheriff del condado. “La verdad es que las cárceles no rehabilitan a nadie”.
Ohio fue uno de los primeros estados de Estados Unidos que se vio consumido por los opioides y es uno de los más afectados por lo que más tarde llegó a considerarse una epidemia. Las muertes por sobredosis en el estado aumentaron de 2.110 en 2013 a 4.854 en 2017, la cifra máxima alcanzada. En 2019, se registraron 3.957, o 34 muertes por cada 100 mil habitantes, un índice comparable a la violenta letalidad (asesinatos, robos con violencia, atracos con homicidio y muertes a manos de la policía) en el estado de Río de Janeiro.
Clermont, aproximadamente a una hora en coche de Cincinnati, la tercera ciudad más grande del estado, tiene 200.000 habitantes en áreas rurales o suburbanas. De 2009 a 2018, 700 perdieron la vida a causa de sobredosis. El gobierno local comenzó a tomar nuevas medidas ante la crisis en 2013 y fundó el Grupo de Trabajo para Opioides. De hecho, desde el pico de la curva, cuando se registraron 105 muertes en 2015, el número ha ido disminuyendo.
La epidemia de opioides ha sobrecargado financieramente a los condados. Los costos van de rescatar y tratar a los adictos a dar un hogar a niños separados de sus padres por muertes u hospitalización, así como pagar a médicos forenses de las víctimas de sobredosis.
Dos características de la crisis de los opioides ayudan a explicar por qué la epidemia hizo que Estados Unidos comenzara a plantearse su perspectiva sobre las drogas. El primero es el hecho de que el abuso se ha extendido de una manera sin precedentes, geográfica y socialmente: se inició en las zonas rurales, pero luego también llegó a los suburbios y las grandes urbes, arrastrando a personas de diferentes perfiles y clases sociales. La imagen de la epidemia no estaba adherida a un grupo concreto, como fue el caso de la crisis del crack en las décadas de 1980 y 1990, que se convirtió en el estereotipo de un problema de negros en áreas metropolitanas degradadas.
La segunda característica es la letalidad de los opioides en comparación con otras drogas. Una de las principales herramientas para prevenir muertes es la naloxona o Narcan. Actualmente, disponible en formato de aerosol nasal, la droga detiene los efectos de las sobredosis de opioides, en las que la droga causa depresión del sistema nervioso central y el usuario deja de respirar. La naloxona, que no es adictiva, “elimina” temporalmente los opioides de los receptores cerebrales, lo que permite que la persona respire nuevamente.
“Narcan le dio la vuelta a la situación”, dice el sheriff Leahy, quien, al igual que otros entrevistados por Folha, considera que el medicamento es uno de los principales responsables de la disminución del número de muertes por sobredosis de opioides. Los policías comandados por el sheriff llevan consigo el remedio en todo momento.
Otro cambio importante es que el tratamiento con ayuda de medicamentos (conocido por el acrónimo MAT, de “tratamiento médicamente asistido”) se ha convertido en el modelo a seguir de cara a la recuperación de adictos. La metadona se ha recetado durante décadas para ayudar a controlar el ansia de la heroína y otros opioides, pero ahora también hay buprenorfina y naltrexona, que ayudan a controlar los síntomas de la abstinencia de drogas en el cuerpo.
“Cuando comenzamos a ofrecer MAT alrededor de 2009, llamamos al departamento estatal de salud mental y drogas, y dijeron que no apoyaban este tipo de tratamiento”, dice Karen Scherra, directora ejecutiva del consejo de recuperación y salud mental del condado de Clermont. Hoy, MAT es la política pública del estado de Ohio.
Cualquiera que llegue al centro de tratamiento Maryhaven en Columbus, la capital del estado, es recibido por un agente de policía. Pero incluso si la persona llega portando drogas o hay una orden de detención en curso, no será detenida y será tratada.
Nate Blake, de 42 años, ha pasado por Maryhaven cinco veces; desde la última vez, hace diez años, está limpio. “Algunas personas piensan que el ingreso te recuperará, pero es solo el comienzo de un proceso, en mi caso duró seis años. Me llevó tiempo comprender que nací con la enfermedad de la adicción a las drogas y que nunca podría volver a consumir ninguna sustancia”. Comenzó a consumir drogas, varias, incluidos opioides, a la edad de 19 años. “Decidí dejar de consumir heroína cuando mi mejor amigo murió de sobredosis en mis brazos. Entonces pensé: solo voy a beber y fumar crack como una persona normal”.
Cuando lo ingresaron por última vez, recurrió a medicación para la abstinencia de alcohol. Pasó siete semanas en tratamiento residencial y luego meses en un hogar para personas en fase de recuperación. Pero encauzar su vida le tomó mucho más tiempo.
“Nunca había sido un adulto de verdad. Cuando dejé de consumir drogas, solo hacía trabajos esporádicos, porque estaba seguro de que, si conseguía un trabajo estable, saldría mal. Ya después de cuatro o cinco años sin beber me di cuenta de que podía tener un empleo fijo”, dice.
“Todo me asustaba, el hecho de tener una cita romántica o una entrevista de trabajo sobrio me resultaba aterrador”, dice Nate. “Son pocos los que pueden hacerlo todo por sí solos”.
Hoy en día, usa su experiencia para ayudar a otros: trabaja como consejero en Maryhaven, dirigiendo reuniones grupales y acompañando a pacientes a las audiencias, ayudándolos a resolver burocracias y mantener el control de su vida.
El llamado Centro de Estabilización de Dependencias está siempre abierto para recibir a las personas que quieran ser desintoxicadas de forma inmediata. En la planta baja, los pacientes son estabilizados, generalmente en 12 horas. Luego suben al tercer piso, donde se ubica el departamento para el control de abstinencia. La gran mayoría opta por MAT: toma medicación y participa en terapias (grupales e individuales), grupos de apoyo y otras actividades.
“Cuando dejas de consumir, te invade una avalancha de recuerdos, culpa y vergüenza que pueden ser más difíciles de manejar que los síntomas físicos [dolor, náuseas y sudoración, entre otros]”, dice Daniel King, coordinador administrativo de Maryhaven.
En un ala hay hombres y en otro, mujeres. En los extremos de cada pasillo hay sillas y un televisor por el que, entre actividades, los pacientes ven telenovelas, como el día de la visita del periódico, un martes por la tarde. El ambiente no es alegre, pero es tranquilo, el personal es amable y empático. Las paredes están decoradas por los propios pacientes con dibujos y frases motivacionales.
Después de esta fase, los pacientes consiguen el tratamiento residencial en otro edificio, donde pueden permanecer hasta 21 días. Muchas personas necesitan, durante la recuperación, varios servicios a los que Maryhaven los deriva: tratamiento para otros problemas de salud; ayuda para obtener seguro médico, beneficios, empleo u hogar; asistencia para resolver disputas judiciales; y servicios familiares, para quienes han perdido la custodia de sus hijos, por ejemplo.
“Las primeras semanas de abstinencia tenemos que gestionar las necesidades físicas del paciente. Esta es la parte que más temen los toxicómanos. Pero las semanas siguientes suelen ser aún más difíciles, porque las facturas empiezan a llegar, literal y metafóricamente. Cuentas, audiencias judiciales, problemas en el trabajo, asuntos familiares: el estrés es enorme”, dice el doctor Mike Kalfas.
El doctor ha atendido a adictos a las drogas durante 23 años en el norte de Kentucky, cerca de la frontera de Ohio, una región también muy afectada por los opioides. De acuerdo con el profesional, es en esta segunda fase de la recuperación cuando se producen muchas recaídas.
La trayectoria de quien intenta dejar de consumir drogas no suele limitarse a una única hospitalización para desintoxicación permanente. Algunos continúan tomando la medicación durante meses o años. Otros entran y salen de clínicas repetidamente.
Kalfas compara la adición con una enfermedad crónica, como la diabetes, que tiene que ser tratada el resto de la vida del paciente.
Sam Sherbourne, de 29 años, está iniciando este viaje de recuperación. Ella llevaba consumiendo metanfetamina y fentanilo durante aproximadamente dos años cuando fue arrestada, embarazada.
“Mi mayor temor era tener al bebé en prisión, porque el Departamento de Servicios Sociales intervendría [y podría hacerse cargo de él]”, dice. El juez la envió a tratamiento en el First Step Home en Cincinnati, en lugar de meterla en la cárcel. “Estaba lista para que me ayudaran. Fue un alivio”, dice.
First Step Home es un centro de tratamiento residencial exclusivo para mujeres que ocupa una manzana en un vecindario tranquilo. Allí, los pacientes pueden quedarse con sus niños pequeños mientras se recuperan.
Sam dio a luz a Maleah en un hospital pocos días después de su llegada. Toma buprenorfina y participa en terapias individuales y grupales. Maleah, que tenía dos meses en el momento de la visita de Folha, también acude a consultas semanales, porque nació con problemas de salud derivados del consumo de drogas durante la gestación.
La historia de Sam ilustra otro cambio importante en la política pública: al comienzo de la epidemia, miles de niños fueron separados de sus padres adictos a las drogas; hoy es más frecuente ofrecer tratamiento y asistencia social tratando de mantener unida a la familia. Incluso en el caso de las mujeres embarazadas, avanza la política de que es mejor mantener juntos a la madre y al bebé, siempre que sea posible y seguro para el menor.
Las muertes por sobredosis en EE UU, tras disminuir en 2018, aumentaron un 4,6%, hasta casi 71.000, en 2019. Entre las explicaciones están la popularización del fentanilo, más potente, y de la metanfetamina, para la que no existe MAT ni medicamento que frene las sobredosis.
La llegada del coronavirus amenaza los avances: por temor al Covid-19, parece que menos personas han sido tratadas. El aislamiento social, el aburrimiento, el desempleo (alrededor de 30 millones en el país habían perdido sus trabajos a fines de julio) y la falta de reuniones presenciales de Alcohólicos Anónimos y Narcóticos Anónimos favoreció las recaídas, según médicos y trabajadores sociales.
El consumo de opioides estando solo en casa también es más peligroso, ya que no hay nadie a quien llamar para pedir ayuda o aplicar Narcan en caso de una sobredosis. Aún no hay datos consolidados, pero los expertos de Ohio dicen que han notado más fallecimientos por sobredosis desde que comenzó la pandemia.