La policía detuvo a Igor, de 16 años, fumando hachís un domingo por la tarde, el 1 de marzo. Si hubiera estado en Chipre o Suecia, el menor habría ingresado en prisión. Pero estaba en Portugal, y su destino era diferente: se le ordenó presentarse a las 10h30 de la mañana siguiente en una sala sin identificación, en el primer piso de un edificio comercial común en Lisboa.
Allí se encuentra la Comisión para la Disuasión de las Toxicodependencias (CDT), la puerta de entrada a la política de drogas considerada una de las más exitosas del mundo y la más original de Europa.
Igor no fue arrestado porque consumir drogas en Portugal es ilegal, pero es una falta, no un delito. Tampoco es delito portar menos del equivalente a diez dosis (25 gramos de marihuana, 5g de hachís, 2g de cocaína o 1g de heroína o anfetaminas, según criterio de la Organización Mundial de la Salud).
En los 35 minutos que pasó en el CDT, un psicólogo trató de comprender si Igor es adicto y si su consumo corre peligro. Este diagnóstico define el tratamiento. Un vigilante nocturno que no puede dormir sin tomar drogas una vez al día es diferente a un menor pillado en la calle a las 9h porque el profesor de matemáticas aburre, ejemplifica Nuno Capaz, de 43 años, vicepresidente de CDT.
Las aproximadamente 3.000 personas que pasan por la agencia de triaje de Lisboa cada año pueden salir con multa, con la orientación de presentarse a centros de actividades, programas de formación o centros de empleo, con una vacante o derivado a tratamiento médico.
Sin embargo, la gran originalidad de Portugal no fue despenalizar el consumo de todas y cada una de las drogas, lo que ocurre en otros cinco países europeos. El país ha sacado el problema de la esfera judicial y lo ha puesto bajo la responsabilidad de la sanidad, dice Brendan Hughes, científico principal de legislación de drogas del Centro de la Unión Europea para el Monitoreo de las Drogas y la Dependencia (EMCDDA).
“Desde el punto de vista médico, si el adicto vuelve a tomar drogas, se vuelve a tratar tantas veces como sea necesario. En la Justicia, cada nuevo ‘error’, aumenta la pena”, explica.
La estrategia implica renunciar a la idea de una sociedad libre de drogas, dice Capaz: “Ningún sistema de salud tiene como objetivo acabar con la enfermedad. Como médico que acepta que un paciente diabético coma un trozo de tarta de chocolate, puedo vivir con la idea de que alguien, a pesar de toda la información, decida continuar drogándose. Un juez no lo consigue”.
Además de cambiar el punto de vista, agrupar las medidas bajo un solo paraguas aseguró agilidad administrativa y blindaje político, según Manuel Cardoso, de 64 años, subdirector general del Sicad (Servicio de Intervención en Comportamientos Adictivos y Dependencias).
La estrategia nació tras una epidemia de heroína que afectó a “todas las familias portuguesas”, según el especialista en salud pública, que trabaja en la zona desde 1995. “Las muertes por sobredosis eran una por día a finales de los noventa, y las drogas fueron mencionadas como el principal problema del país por todas las clases, en todas las encuestas”, dice Cardoso.
Los adictos a la heroína sumaban 100.000 (1% de la población), y la mitad de estos lo hacía por la vía inyectable, propagando los virus del VIH y la hepatitis C. La alarma fue tan grande que el gobierno creó un equipo de psiquiatras, psicólogos, epidemiólogos, médicos generales, enfermeras y abogados para formular un plan nacional.
El informe proponía despenalizar el uso de todas las drogas, idea asumida y convertida en proyecto de ley, aprobado por la Asamblea en 2000 y que entró en vigor en 2001. Según Cardoso, los principios básicos eran dos: el adicto tiene los mismos derechos que los demás; y, si no puede dejar el consumo, se debe reducir el daño hacia él, su familia y la comunidad.
Una división de la reducción de daños ocurre precisamente en el lugar que ya se conoció como el mayor mercado de drogas al aire libre del mundo, Casal Ventoso, al oeste de Lisboa.
Miles de chabolas en las que más de 50 puntos de venta operaban las 24 horas del día fueron demolidas a principios de siglo y el área fue cercada. Ha quedado un descampado que corta una carretera, en cuyo arcén una camioneta blanca sin logotipos ni letreros estaciona todos los días.
La tarde del 3 de marzo, un taxi estacionó en el arcen y su ocupante se dirigió a la camioneta, intercambió unas palabras con el empleado por la ventanilla, recibió un vaso de plástico, bebió el contenido y se despidió. Mientras maniobraba para incorporarse a la carretera, un automóvil BMW se detuvo y su conductor repitió el ritual.
Cada día, unas 1.200 personas buscan el líquido amargo con olor a plátano en las furgonetas de la ONG Ares do Pinhal. Es la metadona, una sustancia que apacigua la necesidad de heroína sin alterar las funciones psíquicas, lo que da a los dependientes la posibilidad de llevar una vida normal, dice el psicólogo Hugo Faria, de 47 años.
Este es el caso de los ocho taxistas que Folha vio parar durante las seis horas en las que acompañó a la camioneta en dos lugares distintos. Este también es el caso de Emanuel, de 44 años, que todos los días pedalea 20 minutos para tomar su dosis antes de ir a trabajar a una empresa de limpieza. Consumidor de heroína desde los 16 años, hace 6 años se unió a la metadona “después de ver la degradación de todos los que me rodeaban”. Dice que desde entonces nunca faltó al trabajo ni dejó de pagar una factura.
El programa de metadona de Ares do Pinhal pone el listón bajo, porque demanda poco de los consumidores. Debe demostrar su consumo de heroína (con una prueba de orina de cinco minutos) y comprometerse a tomar sus dosis todos los días.
La organización también manda a las personas a los servicios de documentación, tratamiento y alojamiento, brinda consultas médicas y somete a pruebas de tuberculosis y otras infecciones.
Según Faria, el objetivo no es que las personas abandonen las drogas, sino que los narcóticos dejen de ser dañinos para los adictos y quienes los rodean. Más de la mitad de los que asisten al programa logran este objetivo, dice.
Los que se estabilizan pueden acudir a centros de tratamiento, donde hay consultas psicoterapéuticas y es posible llevar a casa suficiente metadona para diez días. En este caso, no obstante, así como en las comunidades de tratamiento, la exigencia es mayor: se requiere abstinencia.
Según Cardoso, del Sicad, la tasa de heroinómanos que se inyectan la droga se ha desplomado del 48% al 3%, y la de los infectados por el VIH, del 56% al 2%, desde que se empezó a distribuir metadona en Portugal, hace 15 años.
Pero la cocaína, para la que no hay sustituto, sigue preocupando. Para las drogas inyectables, además de la distribución de jeringas y agujas, la reducción de daños incluye lugares de consumo asistido, donde el consumidor recibe material y puede tomar la droga en condiciones higiénicas.
Vitor Manoel Pereira Correia, de 60 años, extoxicómano, trabaja hoy como educador de pares de consumo asistido móvil del GAT (grupo de activistas en tratamiento, creado para prevenir el contagio del VIH), un servicio apoyado por la Cámara de Lisboa. Es una función fundamental cuando el público objetivo tiene una dependencia más grave y se encuentra al margen de la sociedad. “Tenemos la experiencia y el lenguaje adecuados, eso facilita el diálogo y nos ganamos su confianza”, dice Correia.
Las salas de consumo asistido aparecieron en Suiza en la década de 1980 y se extendieron a Alemania, Holanda, España, Noruega, Dinamarca, Grecia y Francia. En Portugal, están permitidos por ley desde 2001, pero solo 18 años después entraron en funcionamiento, en unidades móviles.
La asistente social Diana Gautier dice que, antes de abrir el servicio en Morro do Beato, se celebraron reuniones con los residentes para explicarles que no habría ningún incentivo al consumo. “Solo aceptamos a los que ya son adictos. Además, quienes las consumen aquí no dejan jeringas en la calle, no están a la vista de los niños y reciben apoyo social, médico y psicológico”.
Cuando los dependientes no acuden a los servicios de reducción de daños, los servicios van hasta ellos. Mientras un médico y una enfermera reciben a los consumidores en la sala móvil, la educadora de pares llena una mochila con kits de jeringas y condones, y se adentra en la zona.
Lo mismo hacen los equipos de calle de la Fundación Crescer, donde trabajan la enfermera Inês y el educador de pares Martim. Por las tardes, de lunes a viernes, recorren un circuito por Picheleira, al pie del Morro do Beato, la parroquia de Areeiro y Largo do Intendente, en el centro de la ciudad.
Martim, de 41 años, se inyectó cocaína y heroína durante 25 años. Lo dejó hace tres años, comenta, mientras camina con kits y un cubo de plástico para recolectar jeringas. Un 80% de su público está desempleado y sin hogar, y vive en la extrema pobreza.
De una chabola construida con tablones, cartones y plásticos, Zé y Aida salen a buscar kits de jeringas y “plata” (papeles de aluminio en los que calientan la droga para fumarla). La mujer, que parece tener 50 años, pide ayuda a la enfermera para tratar su pierna, donde las inyecciones dejaron un agujero del grosor de un dedo. “Pero primero necesito fumar”, dice angustiada.
Inês hace una cura a Aida, le da un frasco de agua oxigenada y le sugiere que pida cita con un médico. “Ya estoy infectada en la cabeza y todo”, responde la consumidora, cubriendo el apósito con un pantalón de nylon manchado de pus y sangre.
En la siguiente parada, la pareja Crescer se encuentra con Toninho, de 40 años, debajo del metro. Adicto desde hace 17 años, cuenta que no le sienta bien la metadona. Perdió su trabajo en la construcción civil hace tres meses y está esperando una plaza en la comunidad terapéutica. Pero se queja: “La espera es suficiente para que uno se desespere. Deberían aprovechar cuando tenemos fuerza de voluntad”.
Algunos llevan ocho meses en la lista de espera, dice la pareja Crescer, mostrando una de las principales lagunas de la política portuguesa, la del tratamiento. Lo que falta no es capacidad de servicio de las entidades contratadas, sino fondos para garantizar estancias.
Las comunidades terapéuticas fueron la salvación del ingeniero informático Jorge, de 55 años, exgerente de una gran empresa en la que esperaba jubilarse, hasta que se encontró sin trabajo después de la crisis de 2008.
“Toqué fondo. Ya tenía problemas con el alcohol, todo empeoró. Mi vida personal se fue cuesta abajo”, cuenta, que consiguió una plaza en las residencias de Ares do Pinhal, donde se atiende a unas 80 personas al año.
Hay otras formas de rehacer la vida, como lo hizo Alexandra Prata, 40. Delgada, arreglada y tranquila, un jueves por la noche combinó el tono de su sombra de ojos con el verde del delantal de É Um Restaurante, local donde trabaja en una región turística de Lisboa.
En asociación con Crescer, el establecimiento está dirigido por el chef Nuno Bergonzi, protagonista de la versión portuguesa del programa de televisión Masterchef, y ofrece a exconsumidores formación profesional y orientación laboral.
A las 8 de la tarde del 5 de marzo, antes de que el coronavirus se propagara por Portugal, las diez mesas empiezan a llenarse y Prata lidera el trabajo de los alumnos más inexpertos. Uno de ellos atiende una mesa de extranjeros –Zé habla inglés, francés y español.
Aunque con lagunas, el enfoque de salud pública adoptado por Portugal reduce uno de los problemas que más preocupan al OEDT: el de las muertes por sobredosis, principalmente por opioides.
Esta clase de drogas, en la que se incluye la heroína, puede producir una parada respiratoria aguda, sin tiempo para socorrer. Por tanto, provoca el 90% de las muertes por sobredosis, que han crecido en los últimos años, según la analista de principales consecuencias científicas en salud del EMCDDA, Isabelle Giraudon, llegando a 9.461 en los 30 países controlados por el centro (los 27 de la UE, más Reino Unido, Noruega y Turquía), en 2017. En Portugal, se produjeron menos de 30.
El riesgo aumenta en países menos tolerantes por temor a buscar ayuda, dice. La propagación de opioides sintéticos que son mucho más potentes que la heroína, como el fentanilo y similares, también provocó picos de sobredosis en Inglaterra, Estonia y Suecia.
Hasta 2016, las drogas más utilizadas en Europa eran los cannabinoides o estimulantes de tipo MDMA (éxtasis), pero la diversificación ha crecido, según Rachel Christie, analista del Centro Europeo de Tendencias de Narcóticos.
Aparecieron versiones sintéticas mucho más potentes, como el carfentanil, un tranquilizante para elefantes 80 veces más potente que la heroína (que permite el tráfico en cantidades mucho más pequeñas, difíciles de detectar, pero equivalentes a decenas de miles de dosis).
La principal frontera de la discusión actual es la de regularizar la producción y venta de drogas, como lo han hecho Uruguay, Canadá y los estados americanos.
En la Unión Europea, este paso se ve obstaculizado por el compromiso del bloque de respetar las convenciones de Naciones Unidas en la materia. Los científicos y políticos, sin embargo, señalan que la convención internacional sobre drogas se remonta a 1961, inadecuada para la realidad y conocimientos actuales.
Los estudios científicos, aunque limitados, han recorrido un largo camino, dice Jan Ramaerkers, de 56 años, profesor de neuropsicología que coordina el laboratorio de investigación de drogas en la Universidad de Maastrich en Holanda
Según Ramaerkers, que aboga por un cambio en las leyes basado en las cualidades farmacológicas de cada droga, “la MDMA (éxtasis), por ejemplo, no es adictiva, y las sustancias psicodélicas han abierto una interesante vía para la investigación terapéutica”.