Tito, de 21 años, comenzó a consumir metanfetamina, llamada sabu-sabu en Indonesia, para permanecer despierto durante más horas. “Trabajaba como conductor de app y, para ganar un poco más, necesitaba estar siempre disponible”, dijo a través de su abogado, Yosua Octavian, coordinador de LBH Masyarakat, una organización que ofrece asistencia legal. Comenzó a consumir la droga con regularidad hace dos años, porque lo ayudó a mantenerse despierto y no sentir cansancio.
El año pasado, fue arrestado en un hotel en el centro de Yakarta, la capital. Tito fue golpeado por la policía durante horas hasta que admitió que tenía 0,4 gramos de la droga. Su abogado pidió que lo llevaran a un centro de rehabilitación. Pero los fiscales pidieron su ingreso en prisión y una pena de ocho años, alegando que era un traficante de drogas, y el juez le impuso una sentencia de dos años de cárcel.
Tito está en la prisión de Cipinang en Yakarta. En septiembre, había allí 3.041 reclusos, aunque la capacidad es de 1.136. En las celdas, donde caben 10 personas, llega a haber 30. “Es una vergüenza que un joven de 19 años acabe en la cárcel por ser consumidor”, dice el abogado.
Indonesia tiene una de las legislaciones antidrogas más estrictas del mundo. Una persona pillada con drogas como marihuana, éxtasis, cocaína o metanfetamina para consumo propio puede ser condenada a hasta cuatro años de prisión o rehabilitación forzosa.
Los padres de los consumidores de drogas menores de edad están obligados a denunciar a sus hijos; si no lo hacen, podrían enfrentar hasta seis meses de prisión.
“En la práctica, la ley de narcóticos no diferencia entre consumidores y traficantes cuando criminaliza la tenencia. Un estudiante sorprendido con un cigarrillo [de marihuana] puede ser condenado a años de prisión”, explica el abogado Ricky Gunawan, uno de los principales expertos en política de drogas del país.
La tenencia de drogas del grupo 1, considerada la más peligrosa y con mayor potencial de dependencia, puede ser penada con 4 a 12 años de prisión y multas de 800 millones a 8 mil millones de rupias (US$ 52 mil a US$ 500 mil), en un país donde el salario mínimo es de US$ 275). Entre las drogas del grupo 1 están la marihuana, cocaína, MDMA (éxtasis), metanfetamina, heroína y otras.
Si la persona tiene más de 1 kg de marihuana o 5 g de cocaína, por ejemplo, puede enfrentarse a cadena perpetua. Si trafica estos volúmenes, puede ser condenado a muerte.
Algo así ocurrió a dos brasileños en 2015. Marco Archer, de 53 años, fue ejecutado en enero de aquel año. Había sido condenado a muerte en 2004, tras ser detenido con 11 kg de cocaína dentro de los tubos de la estructura de un ala delta. Rodrigo Muxfeldt Gularte, de 42 años, fue ejecutado en abril del mismo año, tras ser detenido en 2004 por intentar ingresar en el país con 6 kg de cocaína en tablas de surf.
El gobierno indonesio hizo caso omiso al hecho de que a Gularte se le diagnosticó esquizofrenia, constatada en dos informes. El abogado Gunawan ayudó a defender a Gularte.
En 2015 y 2016, Indonesia ejecutó a 18 personas por delitos relacionados con las drogas. LBHM estima que hay 413 personas en el corredor de la muerte, 275 de las cuales fueron condenadas por delitos relacionados con las drogas.
Según el abogado George Havenhand, de Reprieve, a los consumidores no se les debería aplicar los artículos 111 y 112 de la ley de narcóticos, que determina entre 4 y 12 años de prisión. Debían ser juzgados en virtud del artículo 127, que prevé una pena máxima de 4 años o rehabilitación.
Pero en la práctica, la policía acaba encontrando a los consumidores. “Si no pueden pagar sobornos, es más probable que sean arrestados con base en los artículos 111 o 112”, dice Havenhand, autor del estudio “Reorientando la política de drogas en Indonesia”, publicado en junio.
Los ricos apenas permanecen detenidos, dice Octavio. “El método más común es liberar al acusado después de recibir una cierta cantidad… Cuando alguien es detenido y no es llevado inmediatamente a la comisaría, el policía suele negociar en el coche”.
El resultado de la política draconiana es el hacinamiento de las cárceles en Indonesia, que tienen capacidad para albergar a unos 130.000 presos, pero en las que hay más del doble de internos de su capacidad.
El número de presos por delitos relacionados con las drogas aumentó del 10% del total en 2002 al 48% en 2019, según el jefe del departamento de prisiones. En 2000, había unos 53.000 detenidos en las cárceles de Indonesia. En 2019, había 269.775, de los cuales 129.820 fueron condenados por delitos relacionados con las drogas y 51.971 (19%) por ser consumidores.
Aunque la legislación prevé la posibilidad de que el consumidor acuda a centros de rehabilitación, esto rara vez ocurre. Según el Instituto de Reforma de la Justicia Penal de Indonesia, en 2016, el 94% de los detenidos por delitos relacionados con las drogas terminaron en prisión, mientras que el 6% fueron enviados a rehabilitación.
La profesora Asmin Fransiska, de la universidad indonesia Atma Jaya, señala que existen incentivos perversos para el encarcelamiento. “Los agentes de policía y los fiscales ganan puntos [por su desempeño] cuando los enjuiciamientos y las investigaciones terminan en condenas y encarcelamiento”, dice Fransiska.
La diseminación del VIH es otro efecto secundario de la criminalización. Indonesia tiene una de las prevalencias de VIH más altas de la región, concentrada entre los consumidores de drogas intravenosas. La guerra contra las drogas los estigmatiza y crea obstáculos para el acceso al tratamiento y la reducción de daños, como la distribución de jeringas o metadona, por ejemplo. Los usuarios temen ser arrestados por buscar estos servicios.
Incluso aquellos que escapan de las penas draconianas no tienen garantizado el acceso a un tratamiento eficaz. Una minoría recibe tratamiento. La mayoría de los centros prevén hospitalización obligatoria de 3 a 6 meses y abstinencia, a menudo sin cuidados paliativos por los efectos de la ausencia de la droga.
La política de drogas del país está anclada en estadísticas cuestionables. En diciembre de 2014, el presidente Joko Widodo declaró que el país estaba pasando por una “emergencia de drogas”, afirmando que 4,5 millones de indonesios eran consumidores y que “mueren entre 40 y 50 personas por día”. Las cifras proceden de un estudio de la agencia estatal antidrogas BNN y fueron criticadas por expertos.
Entre los errores estaba la clasificación de todos los que afirmaban haber probado drogas como consumidores, por ejemplo.
Los expertos no son optimistas sobre la posibilidad de reformar la política de drogas a corto y mediano plazo. “No creo que se vaya a producir ningún grado de despenalización en los próximos cinco años, es políticamente improbable, no está entre las prioridades”, dice Gunawan.
La ley de narcóticos está en la agenda de la legislación que se discutirá hasta 2024, junto a otras 40. “No hay ganancia política al defender la reforma de la política de drogas, mientras que la línea dura, la guerra contra las drogas, rinde dividendos políticos. Habrá urgencia en la reforma sólo cuando el hacinamiento en el sistema penitenciario lleve a un tráfico masivo de drogas en las prisiones o a disturbios”.
Para Gunawan, la guerra contra las drogas fue la forma que tuvo Joko Widodo de consolidar su poder.
Tras asumir su primer mandato en 2014, Widodo enfrentó los primeros 100 días convulsos, con críticas a los ministros y descontento popular debido al precio del combustible. La guerra contra las drogas fue una forma de mostrarse como un líder nacionalista fuerte y de recuperar el poder.
El odio a los traficantes y las drogas encuentra un apoyo generalizado en la sociedad, aunque no hay investigaciones que cuantifiquen la aprobación. El líder indonesio advirtió que sería despiadado con los narcotraficantes y que no perdonaría a los condenados a muerte. En su primer mandato, autorizó la ejecución de 18.
Desde entonces, y aún más desde 2019, el ala más conservadora de los islamistas ha comenzado a presionar a Widodo y a cuestionar su religiosidad. El surgimiento de la supuesta epidemia de drogas es uno de los pocos problemas que puede impulsar a los islamistas conservadores y moderados.
“Todos en el gobierno y en la sociedad están trabajando juntos para combatir las drogas, que son nuestro mayor enemigo”, dijo Lukman Hakim Saifuddin, entonces ministro de Religión.
“En Indonesia, es muy popular mantener una estricta política antidrogas y ser duro con los narcotraficantes. El presidente Jokowi usa estos dispositivos sin ninguna vergüenza. No importa que esté destruyendo el sistema penitenciario, en el que la mitad de los detenidos están ahí por culpa de las drogas”, dice Andreas Harsono, investigador de Human Rights Watch en Indonesia.
Widodo admitió haberse inspirado en el líder filipino Rodrigo Duterte, cuya guerra contra las drogas resultó en más de 25.000 muertes, condena internacional y popularidad entre sectores de la población.
En 2016, 16 personas murieron en operaciones policiales contra el tráfico en Indonesia. En 2017, Widodo implementó la política de “disparar en el acto”, y el número de muertos se multiplicó por seis hasta llegar a 98.
Tampoco se descarta la posibilidad de nuevas ejecuciones. No se han producido desde 2016, pero la moratoria no es oficial. “La pausa en las ejecuciones es circunstancial; los jueces siguen condenando a muerte a la gente”, dice Gunawan. En 2019, al menos 80 recibieron la pena. “Y Widodo puede reiniciar las ejecuciones cuando quiera, y necesita aumentar su popularidad”, explica.