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Marejadas y sobrepoblación obligan  a indígenas de Panamá a abandonar sus islas

Crisis del Clima

Marejadas y sobrepoblación obligan  a indígenas de Panamá a abandonar sus islas

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Apenas un cambio de la dirección del viento bastó para sentir el poder del mar sobre las 370 islas del archipiélago de San Blas, comarca de Guna Yala, en Panamá. Cuando comenzó a soplar del norte, olas de más de un metro se levantaron sobre los corales en torno de la isla Diablo (Niadub, en la lengua indígena guna). Las aguas, antes verdes, se enturbiaron con la arena revuelta y avanzaron entre los cocoteros que dan sombra a dos docenas de cabañas para turistas.

La elevación del nivel de los océanos provocada por el calentamiento global no es la única dificultad que giran en torno a los gunas. El crecimiento de la población (60% entre 1920 y 2000), hordas de turistas y falta de entendimiento con el gobierno panameño también amenazan el modo de vida tradicional en las islas de este territorio semi-autónomo.

Victoriano Martínez, el piloto del barco, Edwin Smith, el proel, y Rommel Bastidas, el guía turístico, vieron cómo el mar lamía sus carpas armadas cerca de la línea de la marea. Sin quejarse, las llevaron más lejos. En cuestión de minutos estaban listos en la lancha de fibra de vidrio con la bandera roja y amarilla mostrando una cruz esvástica invertida del Congreso General Guna (Onmaggeddummad Sunmmagaled).

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El destino del equipo era la isla Hormiga (Sichirdub), un afloramiento de arena y coral con unos 40 m2. Allí se yergue la cabaña de paja en la cual vive durante tres meses al año Tony Castro Pérez, de 46 años, con su mujer y seis hijos.

Parecía que el islote iba a desaparecer bajo el oleaje, con el cambio de la dirección del viento. Pero el islote apenas se encogió, y los hijos que no habían salido a pescar saltaban entre los troncos de cocoteros y la barrera de coral que la protegen de la erosión.

El jefe de la familia buscaba en los manglares de las islas vecinas los pescados para una fiesta de cuatro días en la comunidad en la que vive el resto del año, en la isla Piedra (Aggwadub). Al notar el movimiento en la isla Hormiga, se aproxima remando su canoa. Luego de varios minutos de negociación con el guía, que le muestra las cartas de autorización del Congreso, concuerda con la realización de fotografías y de la entrevista.

Castro enfrenta con desdén la resaca, que no llegó a inundar su humilde vivienda, como en otras tempestades. "Estoy acostumbrado con el cambio de viento y del mar. Dios me dio esta tierra y aquí me quedaré para siempre, a morir aquí. No tengo miedo".

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El pescador también le hace poco caso a la elevación del nivel del mar prevista por los estudiosos del clima. Para los gunas como el, cuando el mar sube es porque están naciendo más peces. "Sólo creo en Dios. El es el único que puede decir si la isla va a desaparecer o no".

El cambio brusco del tiempo en diciembre de 2017 no se compara con la tempestad de noviembre de 2008, que aún sigue viva en la memoria de los más de 30.000 habitantes de Guna Yala, estrecho territorio semiautónomo en el este del litoral atlántico panameño.

Por dos semanas, la mayor parte de las casas ha permanecido inundada. En la isla más apiñada, Cangrejo (Gardi Sugdub), la comunidad se reunió para rezar en la casa ceremonial del Congreso. Dos años después, en 2010, unas 300 familias de Sugdub se enrolaron para un cambio definitivo hacia "tierra firme" y se convirtieron, de esta forma, en pioneros desplazados por el cambio climático.

Presionados también por la sobrepoblación que sufren algunas de las islas, planifican dar media vuelta en dirección al continente de donde partieron sus ancestros, a mediados del siglo XIX, para escapar de las enfermedades y de los españoles. Solamente en Sugdub hay aproximadamente 2.000 personas en un área más pequeña que el equivalente a diez campos de fútbol.

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La vulnerabilidad de los gunas proviene de la baja altitud de las islas de San Blas, formadas por corales. La costa caribeña de Panamá registró un aumento del nivel del mar de cerca de 2 mm/año en el siglo pasado, en línea con el promedio global (1,7 mm/año). El ritmo avanzó a 6 mm/año en las últimas décadas.

En promedio, se estima que los mares del mundo subieron 20 centímetros desde el inicio de la Era Industrial. Buena parte de esto tiene origen en su expansión térmica, es decir, de la dilatación sufrida por el agua al calentarse. Aumenta, además, la contribución dada por el derretimiento de los glaciares terrestres, principalmente los del Ártico, que es la región del planeta más afectada por el calentamiento global. Cerca del polo Norte la temperatura viene aumentando con el doble de velocidad que en el resto del globo.

El Grupo Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC, por sus siglas en inglés), órgano creado por la ONU y por la Organización Meteorológica Mundial, predijo que los océanos subirán entre 44cm y 74cm hasta el final de este siglo, aunque no excluye que el avance llegue a 1 metro. Sería suficiente para inundar buena parte de las ciudades costeras y para borrar del mapa países como Tuvalu o Kiribati, además de sumergir a la mayoría de las islas de San Blas.

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Las previsiones del IPCC, en tanto, son consideradas muy conservadoras. El derretimiento de glaciares se acelera y sólo Groenlandia perdió 375.000 millones de toneladas anuales –piense en un cubo de hielo con 7 kilómetros de arista– entre 2011 y 2014, según divulgó el Consejo Ártico (foro integrado por Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Finlandia, Islandia, Noruega, Reino Unido y Rusia). Las proyecciones más recientes hablan de 2 m.

Los 20 cm ganados con un aumento de la temperatura de apenas 1,1º C pueden parecer poca cosa, pero, sumados con mareas más fuertes (de sicigia, en lunas llenas y nuevas) y tempestades con vientos fuertes en dirección a la costa, ocasionan resacas destructivas, que aceleran la erosión marina.

Los gunas emplean las manos y piedras de coral, y hasta basura, para ganarle terreno al mar. En lugar de protegerlos, esta práctica puede aumentar su exposición a los rigores del Mar Caribe, según indica la ciencia.

El estudio de caso más amplio sobre los gunas y sus islas en San Blas salió en 2003 en el periódico científico "Conservation Biology" y tenía como autor principal al costarricense Héctor Guzmán, del Instituto Smithsonian de Investigación Tropical en Panamá (STRI, por sus siglas en inglés).

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Con base en levantamientos aéreos hechos 30 años antes, se estableció que la subida del mar había substraído cinco hectáreas (50.000 m2) de las islas no habitadas del archipiélago. En compensación, los terraplenes habían agregado otras 6,2 hectáreas a las comunidades insulares.

Nada menos que 20 km de muros fueron levantados. El avance del área habitable fue devastador para los arrecifes de corales vivos. Estos cubrían el 60% del archipiélago, en la década de 1970, y la depredación los redujo al 13%.

Como los arrecifes también hacen las veces de barreras físicas para atenuar la energía de las olas durante las tempestades, el esfuerzo épico de los gunas terminó dejándolos más vulnerables a eventos extremos como las lluvias de noviembre de 2008.

Lo bueno y lo malo en esta estrategia de supervivencia se hace visible en la isla Mosca (Gugurdub). Rodeada por una contención de colar con 30 cm de altura, buena parte del terreno de 200 m2 está ocupado con embalajes de alimentos industrializados.

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En el centro de este islote, restan solamente postes de tronco de cocoteros que sustentaban el techo de una pequeña vivienda. Aún visible en imágenes satelitales, la casa fue destruida en una de las tempestades que azotan a San Blas de diciembre a abril.

A partir del artículo de Guzmán, el flagelo de los gunas fue elegido como un caso ejemplar por ONGs internacionales como Displacement Solutions.

En un video de animación de tres minutos, producido por el Congreso con apoyo del Smithsonian y de la embajada británica en Panamá, el locutor dice en la lengua local: "Tenemos un futuro difícil por delante. El cambio climático está calentando el océano, provocando un aumento gradual del nivel del mar y posiblemente tempestades más fuertes. En el corto plazo, necesitamos pensar en mudarnos hacia el continente".

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La casa de Victoria Navarro en la sobrepoblada isla Cangrejo no tiene más que 80 m². Allí viven 15 personas, cuyas ropas se distribuyen por los tendederos de un patio compartido con otra cabaña y por el piso de tierra.

En un zaguán, la señora recostada en la hamaca borda una "mola", la parte principal de la vestimenta tradicional de las mujeres. En la sala principal, en otra hamaca, tres niños improvisan un karaoke con celulares. Detrás de ellos, el marido de la matriarca, Raulio Harris, retira panes del horno.

"En nuestra tradición, que tiene miles de años, nos acostumbramos con el nivel del mar. Hace sesenta, setenta años el agua llegaba aquí hasta nuestras rodillas con la marea", explica Navarro. Ella es la elegida por el Congreso General para coordinar el éxodo aproximadamente 220 familias de la isla hacia Barriada, un terreno de 17 hectáreas en el continente, donde se avista parte del archipiélago. Las otras 80 familias enroladas para un cambio definitivo hacia "tierra firme" son de oriundos de Cangrejo que viven en la Ciudad de Panamá.

"Pero claro que estamos preocupadoscon nuestros nietos", concede. "Nadie sabe si va a ocurrir o no. Queremos estar preparados."

Navarro dice que no hay más espacio para construir en su isla, ni para que los niños jueguen. Hay muchos niños corriendo por los caminos estrechos con paquetes de Infladitos, un snack, y gaseosas coloridas Cappy. La isla tiene el estilo de una "favela" y también un poste con paneles solares en cada casa, que provee energía suficiente para cuatro lámparas, una TV de 20 pulgadas y una entrada de enchufes para cargar teléfonos móviles. Durante la entrevista, el traductor Sergio López usa el celular para tomar notas.

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La líder comunitaria Victoria Navarro cuenta que la planificación de la mudanza había comenzado siete años antes. No contaban con el apoyo del gobierno panameño. Adquirieron de otros gunas de la propia comunidad el área de Barriada, ubicada en la misma comarca, al costado de la carretera asfaltada y sinuosa que lleva turistas de la capital hacia los amarraderos de donde parten las lanchas de fibra de vidrio con destino al archipiélago.

El terreno ya fue desmontado pero no hay señales de las 300 casas prometidas tres años antes por el gobierno, como parte del proyecto Techos de Esperanza, similar al Mi Casa Mi Vida de Brasil. Todos los permisos fueron aprobados y el Ministerio de Vivienda y Ordenamiento Territorial hizo una licitación por 9,4 millones de dólares vencida por la constructora HOS.

Los ingenieros de la empresa ya habían visitado dos veces el lugar hasta enero, cuando deberían haber comenzado las construcciones, algo que no ocurrió. Faltaba aún el aval de la Contraloría General de la República de Panamá.

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La ausencia de casas y de población local no impidió que el gobierno levante, en un área vecina, una escuela modelo con decenas de aulas, laboratorios, dormitorios y un campo de deportes con tribunas de siete escalones. Todo está vacío. El pasto crece entre los sectores linderos de un edificio a otro. Más adelante, están las obras de un hospital que ni siquiera fueron concluidas.

"Es gracioso, tenían que construir las casas primero", comenta Nadia Eherman Pérez, que es la secretaria de la comisión de reasentamiento en la Ciudad de Panamá.

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Ella recibe al equipo periodístico en el restaurante del Centro Gardi Sugdub, adonde van los gunas en la capital en busca de "dule masi", el guiso de pescado, mandioca, banana y coco que es tradicional en las islas.

"Nuestros ancianos no pensaban en pedir ayuda del gobierno. Pero entraron los jóvenes, sociólogos, ambientalistas. Ahora todo es con el gobierno. Quizás si nos hubiésemos mudado, listo, ya estaríamos viviendo allí", conjetura. Ella confirma que la elevación del mar tampoco estaba en agenda cuando los "saglas" (se pronuncia "saila") de Cangrejo tuvieron la idea de trasladar la comunidad a tierra firme.

"Las inundaciones son más frecuentes actualmente", dice. "Con el cambio de clima y las inundaciones, nuestra gente se dio cuenta de que era necesario mudarse, pero no todos quisieron. Nuestros abuelos no le dieron mucho crédito (a las noticias sobre el clima).

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Giuseppe "Olo" Villalaz, joven guna graduado en matemática que participó de cuatro conferencias internacionales sobre cambio climático, explica que el concepto abstracto es de difícil asimilación por parte de los más grandes de la comunidad. Su foco está en convivir con la naturaleza y sus intemperies, no luchar contra ellas.

El problema es que ni siquiera existe una expresión en la lengua guna para esta idea. Cuando hablan con los ancianos, los jóvenes que circulan por el resto de Panamá y por el mundo recurren a algo más concreto, "neg guaimai", que significa cambio de temperatura.

Después de traducir la entrevista de Victoria Navarro, Sergio López se apura en aclarar que entre las personas más jóvenes como el, que tiene 39 años y 4 hijos, nadie duda sobre el cambio climático. Dice que la incomprensión de los más grandes está fuertemente enraizada en la cultura: la montaña con selvas y caza es la madre de todos lo gunas, los árboles son sus primos, los ríos, hermanos, y el mar es la abuela, la que da de comer el pescado de cada día.

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Antes de cortar árboles o corales, les piden permiso. Existe la costumbre de hablar con las olas para que se calmen cuando el mar se pone furioso. Amenazan al viento y a las nubes con palos y cuchillos, en el intento de amedrentar a las tempestades, pero, por las dudas, en el pasado construyeron casas sobre palafito para enfrentar las inundaciones, una práctica hoy en desuso.

Pero al tsunami que devastó el archipiélago en el terremoto de 1882 lo atribuyen al castigo de Baba y Nana (Dios) por supuestos desvíos de comportamiento, explica el traductor y empresario, que vive del turismo y del comercio de gasolina para las lanchas. Es como si la divinidad escindida le dijera a los gunas: "Estoy vivo. Vean la fuerza con la que puedo cambiar el mundo. Pórtense bien".

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