Puerto Rico

Casi medio millón de personas debe abandonar Puerto Rico por el huracán que devastó la isla

Crisis del Clima

Casi medio millón de personas debe abandonar Puerto Rico por el huracán que devastó la isla

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Las palas mutiladas de las turbinas eólicas de la empresa Gestamp en Naguabo, este de Puerto Rico, no dejan duda sobre la energía de los vientos. No tanto por la fuente alternativa que promete amenizar el calentamiento global, sino por la fuerza destructora por la cual una atmósfera desequilibrada por el cambio climático lanzó sobre la isla la furia del huracán María, el 20 de setiembre de 2017.

A cerca de 15 kilómetros del parque eólico destrozado, otra fuente de energía limpia sufrió el impacto de la acumulación de gases que provocan el efecto invernadero en la atmósfera. En Humacao, una hacienda de paneles fotovoltaicos de la empresa Reden Solar sufrió la destrucción de la monótona fila de placas solares.

La isla caribeña fue azotada por vientos de hasta 250 kilómetros por hora del ciclón de fuerza 4 al tocar Puerto Rico. Cuando iba sobre el mar, María llegó a la intensidad de 5 y fue uno de los huracanes más poderosos de 2017. María dejó un lastre de 90.000 millones de dólares en daños a un estado norteamericano –si bien de segunda clase, apenas asociado– en completo desamparo.

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Fue una temporada inolvidable de huracanes. Harvey inundó 100.000 inmuebles en Houston, Texas. Irma fue el más fuerte de los que se tengan registros, con 37 horas en la categoría 5. María completó la tríada causante de 265.000 millones de dólares en pérdidas en territorio estadounidense. Aún se debate si tanta destrucción puede ser producto del cambio climático global.

Los huracanes crecen con el calor del agua marina y su temperatura está subiendo con el calentamiento global. Sin embargo, son fenómenos extraños y las estadísticas sobre intensidad y frecuencias de estas tormentas no dan una seguridad plena de que la ligera tendencia de alta registrada en el siglo XX provenga de disturbios en la atmósfera.

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La superficie marina subió 1,5ºC en el Atlántico Norte. Algunas proyecciones indican que se elevará por lo menos 1ºC en la región, que incluye al Mar Caribe. Programas informáticos que simulan el clima del futuro proyectan que huracanes de categorías 4 y 5 pueden convertirse en algo más común, que la intensidad promedio de los ciclones caribeños subiría 4% en este siglo y que la cantidad de lluvia aumentaría entre 10%y 15%.

El aeropuerto se inundó. El propio gobierno entró en colapso, siguiendo a la infraestructura. Por lo menos 90.000 postes cayeron. La mayoría de la población boricua, como se llaman a los habitantes de Puerto Rico, se quedó sin energía eléctrica, telefonía celular, combustible e internet durante semanas.

Casi ocho meses después, el 18 de abril, a seis semanas del comienzo de la nueva temporada de huracanes, la isla volvió a sufrir un apagón generalizado. Y eso ocurrió a pocas horas de que el gobierno anunciara que todo volverá a la normalidad y que sólo el 3% de la población aún estaba sin luz.

El ojo del huracán María entró a la isla por el sudeste, en Yabucoa. La atravesó de punta a punta, saliendo por Isabela, en el noroeste, en un trayecto aproximado de 190 kilómetros. Las ráfagas más intensas abarcaron la parte este del territorio, incluyendo San Juan, la capital.

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"Rugía como un león, algo inexplicable", cuenta Janet González en el Centro Comunitario Benito Ubile, en Punta Santiago, cerca de donde irrumpió el ojo del huracán. El mar entró 300 metros adentro, haciendo emerger las aguas oscuras de cloacas y pozos. "El tejado se fue, cayó parte del cielorraso. Ya pasé por otros huracanes, como Hugo en 1989, pero ni le llega a los pies (a María)."

Janet esperaba el inicio de la distribución de agua y alimento por parte de un grupo de voluntarios del barrio Camarones, en la vecina Guaynabo. Todos vestían camiseta naranja con la frase "No te quites. Levántate. Unidos somos fuertes", en alusión a los compatriotas que abandonaron el país tras el huracán, la mayoría al territorio continental de Estados Unidos.

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Bajo el sol fuerte de la una de la tarde, el convoy se detiene en la casa de madera semi-destruida de Alfonso Lugo Colón. La sala de estar desapareció. "Caía agua salada del techo", dice. "No se respeta la palabra de Dios. Pasó porque tenía que pasar".

Los cuartos que compartió durante 48 años con la mujer, muerta hace dos, están cubiertos por algunas de las miles de lonas plásticas azules distribuidas en Puerto Rico por la Agencia Federal de Administración de Emergencias de Estados Unidos (Fema, por sus siglas en inglés). Su lona fue colocada por bomberos de un país cuyo nombre Lugo no recuerda más.

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Sin luz por dos meses, por lo tanto sin refrigerador, este jubilado sobrevive de donaciones. Guarda en la cocina decenas de packs de agua mineral y latas de alimentos en conserva. "Ayuda del gobierno, nada. Solamente de las personas que traen la comida y los remedios". Lugo había llenado el formulario de Fema describiendo sus pérdidas y aguardaba una decisión por parte de la agencia sobre una indemnización.

 "Hay que tener paciencia y tolerancia", se conforma. "Al menos tengo la vida".

María no salvo ni siquiera a los habitantes del centro histórico de San Juan, conocido como Casco Viejo. La capital está ubicada a unos 100 kilómetros de Punta Santiago, al norte de la trayectoria del ojo de María, en el área en la cual los vientos fueron más devastadores.

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El escritor Héctor Feliciano vive en la Calle Sol, a pocos metros del palacio que albergó al conquistador español Juan Ponce de León (1474-1521). Su casa del siglo XVIII resistió bien, más allá de alguna parte de revoque caído, pero tembló durante varias horas. Sólo sufrió daños graves el árbol de mango del patio, que perdió hojas y frutos.

"Fue como el rugido de un dragón sumado al estruendo de un Concorde", narra el escritor, al referirse al avión supersónico popular en Francia durante las dos décadas en las que el allí vivió. Eligió volver a Puerto Rico para criar a sus dos hijas.

Dice Feliciano que huracanes son como una ceremonia de iniciación para los niños del Caribe, hasta como un día de fiesta. La familia se mantiene unida en torno de una olla enorme de sopa. María fue la excepción.

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Las niñas lloraron toda la noche, de miedo. El viento arrasó la frágil red de cables eléctricos que pasaba de casa en casa en un barrio desprovisto de postes. Los días y semanas siguientes fueron del aislamiento casi completo: sin teléfono, sin internet, sin poder sacar dinero del banco, levantándose a las 4 de la mañana para intentar conseguir gasolina.

Los únicos contactos eran con los vecinos, que se organizaban para sacar los escombros de las calles. Los aficionados a las carreras de caballos, los que aún tenían radios a pila, se hicieron rápidamente populares.

"Puerto Rico poseía una penetración digital del 70 por ciento y la arrogancia en acero inoxidable de los países digitalizados", escribió Feliciano en una crónica. "En pocas horas, María aplastó la arrogancia y la falsa abundancia que la sostenía".

De poco les valió a los boricuas vivir en un Estado asociado a EEUU. Sin medios para honrar una deuda pública de 73.000 millones de dólares antes del desastre, los 3,4 millones de habitantes de la isla vieron al presidente Donald Trump decir, tres semanas después, que tendrían que arcar con el mayor peso de la recuperación.

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El republicano también los felicitó por el número bajo de víctimas (la cifra oficial a aquella altura era de 16), en comparación con las víctimas mortales del huracán Katrina en Nueva Orleans (1.833). Después de la visita de Trump, el número de muertos reconocido por el gobierno de Puerto Rico siguió subiendo, hasta alcanzar 64 en noviembre. Pero incluso esa cifra fue puesta en duda.

Bajo presión, el gobernador Ricardo Rosselló designó a una comisión para revisar el número. Más allá de que el conteo oficial supuestamente incluye a las llamadas víctimas indirectas, poco a poco quedó claro que no estaban siendo consideradas las muertes de personas por falta de ambulancias o de energía para realizar, por ejemplo, una diálisis.

Estimaciones independientes indican que unas 1.000 no habrían sido contabilizadas. Una investigación del diario "The New York Times" con registros de defunciones de setiembre y octubre en 2016 y 2017 apuntó un excedente de 1.052 muertes tras el huracán. Un estudio del demógrafo Alexis Santos, de la Universidad del Estado de Pensilvania, y del colaborador Jeffrey Howard llegó a una cifra semejante: 1.085.

"Ninguna estructura está preparada para un evento de esta magnitud. Jamás imaginé que sería posible", dijo a Folha la abogada Tania Vásquez, secretaria de Recursos Naturales y Ambientales de Puerto Rico. "Los ríos salieron de sus cauces por hasta tres millas (casi 5 kilómetros) Ni en las previsiones para 500 años".

"Tenemos que cambiar toda nuestra manera de ver las cosas", afirma la abogada, por ejemplo, protegiendo los arrecifes coralinos que reducen el impacto de las marejadas ciclónicas. "Pero si seguimos calentando el planeta, no lo sé".

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José Molinelli, geomorfólogo de la Universidad de Puerto Rico, dice que la vulnerabilidad de la isla no habla apenas de huracanes, sino también de terremotos y tsunamis. Si los océanos suben un metro, algo que puede ocurrir hasta el final de este siglo como consecuencia del cambio climático global, la infraestructura hotelera de la isla estaría amenazada, ya que fue construida a no más de 100 m de la línea de la marea.

"Una visión inteligente, resiliente, es respetar los lugares de la naturaleza, salir de las áreas inundables", defiende. "Hay que pensar en cómo rediseñar el país."

La geóloga Maritza Barreto, de la misma universidad, investiga la erosión marina, que es la amenaza más constante de esta "Isla Encantada", una frase constante que se ve en las matrículas de los automóviles. Un relevamiento que ella hizo en 60% de los 580 kilómetros de costa indicó que por lo menos un quinto de las playas sufrió erosión grave, bajo la acción de marejadas causadas por frentes fríos que entran desde noviembre hasta marzo y son cada vez más frecuentes.

En el barrio de clase media Ocean Park, en la costanera marítima de San Juan, el mar retoma 1,2 m de terreno por año. En Loiza, una franja de manglares, lagunas y dunas habitadas por descendientes de esclavos africanos, el avance del océano alcanza 1,8 m/año.

En la comunidad de Piñones viven unas 2.000 personas. Solamente 15 casas se perdieron, según Maricruz Rivera Clemente, líder comunitaria, porque las dunas y los manglares ofrecen protección contra las marejadas. Ella se queja de que la ayuda del gobierno llega a cuentagotas a su comunidad, lo que atribuye al racismo no declarado de Puerto Rico.

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Cerca de allí, el artesano negro David Tejada Morales, veterano de tres temporadas de combate en Irak, es el retrato del desamparo: perdió parte de una pierna, no en la guerra, sino después de pisar un clavo, y a los 69 años vive sólo en la mitad de la casa que no fue derribada por María. Se derrumbó el taller de la parte de atrás donde hacía artesanías con metal. Ahora pasa sus días en la silla de ruedas, esperando.

Una empleada del Fema había visitado la cara dos días antes para tomar fotografías del estrago. Tejada se puso contento cuando vio desde su balconcito a individuos blancos tomando fotografías en su calle, pensando que la Fema había regresado con buenas noticias para su indemnización. Pero era el equipo periodístico de Folha.

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Se estima que aproximadamente 20% de los árboles de Puerto Rico jamás se recuperarán. Entre los que sobrevivieron, hojas brotan directamente de los troncos y muñones de ramas, lo que las deja parecidas a grandes cotonetes verdes. Existen relatos de mariposas diurnas circulando por las noches en busca de flores inexistentes. Murciélagos vuelan desorientados por la falta de frutos.

Las carreteras que van hacia Utuado –una de las ciudades más afectadas– todavía componían en noviembre un escenario de bombardeo, con cráteres y montículos de tierra por todos lados. Pocos automóviles circulan por ellas, de los cuales vehículos de empresas constructoras y de compañías eléctricas responsables por reparaciones. O camionetas de excursiones que mezclan caridad con "selfies".

Frente a la casa de Yessica Matos Torres, un vehículo SUV nuevo, con vidrios polarizados, estaciona para el desembarque de un joven de cabello rubio con la frase en su camiseta ajustada #yonomequito. Los ojos de la joven madre se llenan de lágrimas al recibir un pack de agua mineral Cristalia y una tarjeta Visa con un valor de 300 dólares.

De la vivienda de Carlos Soto López restó apenas el portoncito colgado de un pilar, adonde se lee que la familia está en la próxima casa, subiendo la calle. Su casa se deslizó por el barranco a las 2.20 de la madrugada y aún puede verse 20 metros abajo, un automóvil incrustado en el garaje destruido.

Sin medios para llegar al trabajo a 20 kilómetros de distancia, en una isla en la cual casi no se ve transporte público, perdió su empleo de chofer del camión recolector de basura. Soto mantiene ahora sus dos hijos pequeños haciendo trabajos informales como mecánico en la casa que ocupó de su amigo Manolo, quien se mudó a Estados Unidos.

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Puerto Rico ya venía perdiendo población con la mudanza hacia el continente, en especial para el estado de Florida, a un ritmo de medio millón de personas por década, empujadas por la falta de oportunidades de empleo. En los dos meses posteriores al huracán, el abandono se acentuó, con casi 200.000 boricuas embargados en vuelos hacia Estados Unidos.

Edwin Meléndez y Jennifer Hinojosa, demógrafos del Centro de Estudios Puertorriqueños de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (Cuny, por sus siglas en inglés), estimaron que 470.000 nativos, el equivalente al 14% de la población de la isla, podrán emigrar en forma definitiva para el continente en los dos años posteriores al huracán.

Las víctimas de María huyen de un futuro ensombrecido por la necesidad de reconstruir un país físicamente devastado y financieramente quebrado.  Solo la tarea de remoción de los escombros de las calles y carreteras –un volumen proyectado en 6 millones de metros cúbicos, el equivalente a 2.400 piscinas olímpicas– debe consumir seis meses.

"No sabemos más em qué país estamos", se lamente Jorge Báez, ambientalista de la ONG Para la Naturaleza.

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