Segregación
El Muro de la Vergüenza separa indígenas de 'gringos' en Lima
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En el caso de que pudiera caminar hasta la mansión donde trabaja como ayudante general, a Esteban Arimana le llevaría cinco minutos llegar hasta la casona de sus patrones desde la puerta de su casa. Sin embargo, todos los días pasa cerca de dos horas dentro de un ómnibus repleto que recorre las calles congestionadas de Lima.
La distancia entre las casas vecinas está impuesta por el Muro de la Vergüenza, como son conocidos los diez kilómetros de la barrera que zigzaguea los morros de la capital peruana. Este muro, que fue construido a partir de mediados de los años 80, tiene la función de separar las áreas urbanas de los "asentamientos jóvenes", el eufemismo local para designar a las villas de emergencia.
"Sería bueno si abrieran una puerta", dice Arimana, que vive con su mujer y sus tres hijos, el más grande de 14 años, al lado del muro de hormigón de tres metros que está cubierto con alambre de púas. "Pero, como somos pobres, es muy difícil que nos escuchen".
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La de Arimana es una típica familia de Pamplona Alta, un conjunto de favelas de 96.000 personas que fue construido en un morro que lleva el mismo nombre. Como la gran mayoría de los que viven allí, los Arimana son inmigrantes de origen indígena del altiplano peruano. La casa pequeña y humilde, con paredes de finas chapoas de madera, fue construida por ellos mismos sobre el morro y no tiene agua potable.
El baño, que está en la parte externa, es un agujero. Una vivienda allí sale, como mucho, unos US$ 15.000.
En su interior, el barrio de Pamplona Alta está subdividido por la altura. Cuanto más cerca de la cumbre y de los muros, es más precaria la situación de las viviendas, muchas de ellas construidas sobre un terrero hecho de neumáticos.
Decenas de kilómetros de calles no pavimentadas fueron esculpidas por los propios vecinos. El método: también usando neumáticos, incendian la base de las rocas más grandes, que se agrietan con las altas temperaturas, y luego las deshacen a martillazos.
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En las zonas más bajas, donde las casas tienen dueños y hay agua potable, algunos habitantes crean versiones locales de condominios privados. Para evitar robos, muchos deciden cerrar calles por su cuenta, usando verjas atadas con cadenas y candados.
En una de esas áreas más antiguas, un vigilante cuidaba, en una garita sobre el muro, de que nadie cruzara al lado rico.
Sólo a unos metros de allí, un mensaje de los vecinos del lado pobre dice: "No se aceptan personas que fumen marihuana, ladrones, miembros de bandas, traficantes, etc. Sujeto a sanción de la justicia comunitaria".
Arimana vive desde hace diez años en una de las áreas que no está regularizada. Pocos metros hacia arriba, el muro de tres metros marca el límite con el condominio Las Casuarinas, donde el acceso, controlado por personal de seguridad y cámaras al pie del morro, sólo es permitido para los residentes y sus invitados.
Con una vista privilegiada de Lima, hay mansiones a la venta por hasta US$ 4,5 millones. En uno de esos caserones es donde trabaja Arimana, haciendo trabajos de seguridad y arreglos. "Profesión no tengo. Puedo trabajar en obra o en cualquier trabajo que aparezca".
Al contrario de lo que pasa con el metro cuadrado de las casas, el agua es más cara del lado de Arimana, ya que el barrio necesita recurrir a camiones cisterna privados.
Mientras que en Pamplona Alta, almacenada en toneles de plástico, el metro cúbico de agua cuesta cerca de US$ 9, del otro lado, el precio del agua que sale del grifo varía entre US$ 0,3 y US$ 1,5, dependiendo del nivel de consumo. O sea, los más pobres pagan por el agua, en promedio, diez veces más que el valor que desembolsan los ricos.
"De aquel lado, todos tienen piscina, mientras que nosotros sufrimos por la falta de agua", compara Arimana, para afirmar que la desigualdad en Perú es cada vez más grande.
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Llamados de "gringos" por los vecinos pobres, en una referencia a la piel más clara consecuencia del origen europeo, los habitantes de Las Casuarinas suelen argumentar que el muro fue levantado por razones de seguridad y para contener las tomas de tierras.
Entre los residentes está el famoso chef y empresario Gastón Acurio, que vive en una de las casas que está más cerca del muro. Hijo de un senador y educado en París, Acurio es uno de los grandes nombres de la cocina peruana y responsable por hacerla popular en el mundo.
Por correo electrónico, Acurio dice que está en contra del muro, pero no explicó el motivo. El chef cuenta que planea abrir, en 2019, su segunda escuela de cocina en Pamplona Alta para alumnos pobres; en la primera, ubicada en otra zona empobrecida de la ciudad, toman clases cerca de 300 jóvenes.
"Tratamos, como empresarios y familia, de actuar directamente para que Perú logre terminar rápido y para siempre con todas las diferencias económicas, sociales, culturales y físicas que nos han deshonrado por siglos", escribió.
Por su parte, el arquitecto y dibujante Carlín atribuyó el muro y las rejas omnipresentes en Lima al desempleo y a la desigualdad racial que prevalecen en el país.
"El peor racismo es aquel que las personas dicen que no existe", indica Carlín, cuyos dibujos críticos de Lima fueron reunidos en el libro "Errar es Urbano". "Somos uno de los países más racistas".
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Como ocurre en otros países de América Latina, el crecimiento de la población de Lima se dio principalmente por la expansión de los "asentamientos jóvenes", antiguamente llamados de "barriadas".
En 1961, un 17% de la población vivía en villas de emergencia de la capital. En el censo más reciente, de 2007, ese número llegó a 4,1 millones, equivalente al 40% de la población de Lima, según datos recolectados por el sociólogo Julio Calderón en el libro "La Ciudad Ilegal".
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Además de buscar mejores oportunidades económicas, miles de personas llegaron a Lima en los años 80 y 90 escapando del conflicto interno desencadenado por la guerrilla maoísta Sendero Luminoso, concentrada principalmente en los Andes.
La construcción del Muro de la Vergüenza siguió el mismo ritmo de ampliación de las villas. El primer tramo fue construido en 1985 por el Colegio Inmaculada Concepción, administrado por los jesuitas (la misma orden del papa Francisco).
En esa época, la escuela dijo que la intención de la obra -ejecutada sin un permiso previo- era impedir que las tomas se acercaran a la institución.
Actualmente, además de los muros de la escuela, de Las Casuarinas y de otros condominios privados, hay también un tramo que fue levantado y es vigilado por el poder público.
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La Molina, una de las 43 municipalidades de Lima, construyó una barrera de piedras y alambre de púas en el límite con Pamplona Alta, que pertenece al municipio de San Juan de Miraflores.
El muro es un poco más bajo que los de los condominios privados y tiene un lugar de paso, donde hay un puesto de control de la guardia municipal de La Molina.
El acceso es usado diariamente por vecinos de Pamplona Alta que trabajan en La Molina, área de clase media y alta.
Bajan por pequeños caminos que hay en el morro empinado; al contrario del lado pobre, no hay escaleras.
"De la frontera de La Molina para adentro es un desastre", afirma Dionisio Chirinos, que volvía de un día de trabajo, acompañado por su hijo adolescente, que tenía una rodilla sangrando. "Como usted vio, mi hijo se acaba de lastimar la pierna".
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Poco antes, Folha encontró al único vecino de la zona rica que se aventuraba a pasar por Pamplona Alta. Residente de La Molina, el estudiante Julio Díaz había escalado la montaña para realizar ejercicio. A pesar de no tener miedo de visitar la zona, dice estar a favor del muro. "El muro es necesario para limitar las tomas. Hay mucha venta ilegal de terrenos. Personas con malas intenciones se apoderan de todo, los lotean y venden a los más necesitados. Pero, como vemos aquí, las personas transitan libremente".
Consultada, la asesoría de prensa de La Molina se limitó a informar que la construcción de la barrera sirve para proteger el medio ambiente de más tomas, pero no atendió el pedido de entrevista con un vocero de la municipalidad.
En la parte más alta del morro, a unos diez minutos de Pamplona Alta, recientemente fueron tomados varios terrenos y el barrio fue convenientemente bautizado con el nombre de Valle Escondido.
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Allí, sin luz, sin agua y bajo constantes vientos helados, las familias se dividieron en dos grupos por el control de la región, lo que generó un ambiente de desconfianza.
Uno de los habitantes, que pidió que su nombre no sea publicado debido al clima de tensión, explicó la ausencia del muro: "Aquí [el terreno] es tan empinado que no podemos caminar hasta allá abajo".